3 de septiembre de 2012

Reseña de Por no mencionar al perro, de Connie Willis


Recuerdo como si fuera ayer (bueno, hace ya ocho veranos) cuando cayó empecé a leer Tránsito, la primera de las novelas de Connie Willis que cayó en mis manos. Recuerdo perfectamante la lectura de las primeras páginas, un domingo muy de mañana, porque ese día había quedado con un amigo vallisoletano que había venido a la Ciudad Condal de vacaciones con su novia (barcelonesa ella), un amigo que conocí en las ondas cibernéticas, en foros que ya no existen, y que luego conocí en persona; un amigo interesado como yo en la Historia, pero a quien no se le caían los anillos por meterse en foros de ciencia o religión, y a ser posible de ambas cosas a la vez. Un amigo que me preguntó de qué iba la novela de la Willis (ciencia ficción en torno a las experiencias cercanas a la muerte [ECM] y el hundimiento del Titanic como metáfora de una mente que se apaga). Un saludo desde aquí, José Luis. Disfruté muchísimo con Tránsito, la releí unos años después y volvió a engancharme. Un año y pico después se publicó la edición en bolsillo de El Libro del Día del Juicio Final, que también tiene su historia: tuve que comprarlo dos veces, pues el primer ejemplar me lo robaron (junto con la mochila en el que estaba metido, amén de bastantes cosas más; me parece que estoy repitiendo otra vez esta batallita...). Otra lectura que me atrapó. Y desde entonces, novelas de Connie Willis que se publicaban en ediciones de bolsillo, novelas que compraba, leía e incluso releía pasado un tiempo.

El estilo de ciencia ficción de Connie Willis es el que más me gusta: el elemento fantástico se imbrica con tramas que no necesitan de mundos y universos alternativos, sino que sirve de catalizador para entender este Mundo que vivimos y creemos conocer. Con esta última novela mencionada, entrábamos en el tema de los Viajes en el Tiempo, pero con su particular peculiaridad (valga la redundancia): se trata de historiadores de la universidad de Oxford del año 2057, dirigidos (y protegidos) por el señor Dunworthy (gran personaje), para estudiar y conocer a fondo ese pasado que hasta entonces sólo estaba en los libros de texto. Y además en un mundo del futuro que ha sufrido una pandemia décadas atrás, en el que los gatos se han extinguido y donde viajar en el tiempo se convierte en algo habitual... y peligroso por las rupturas en el continuum espacio-tiempo que se pueden crear si uno no va con un poco de cuidado. Y eso es precisamente lo que Willis, recuperando personajes (Dunworthy) y escenarios (Oxford en el año 2057), nos muestra en Por no mencionar al perro (Ediciones B, 1999).

Ned Henry, el protagonista, sufre vértigo transtemporal. Son muchos los viajes realizados, demasiados en tan poco tiempo, buscando detalles e información sobre el tocón del pájaro del obispo, un elemento arquitectónico o escultórico (no está muy claro qué es) de época victoriana, que debe encontrar para la consagración de la reconstruida catedral de Coventry en el año 2057; un edificio destruido, como la mayor parte de la ciudad, durante el Blitz, el bombardeo de la Luftwaffe alemana en 1940, en plena Segunda Guerra Mundial. Lady Schrappnell, tatara-tatara-tataranieta de una joven llamada Tossie Mering, que escribió en su diario lo mucho que cambió su vida contemplar el dichoso tocón del pájaro del obispo, persigue a Ned y agobia a todo el equipo de historiadores y técnicos que viajan por el tiempo, dirigidos por el señor Dunworthy, para que realicen innumerables viajes y traigan el objeto. "Las leyes están para vulnerarlas", comenta cuando se le explica los riesgos de vulnerar las leyes del continuo espacio-tiempo. "Y Dios está en los detalles", remarca para dejar claro que sí, es necesario saberlo todo sobre el tocón del pájaro del obispo. El señor Dunworthy decide que para huir de los requerimientos de lady Schrappnell lo mejor es que Ned se refugie en otra época; y qué mejor que la Inglaterra victoriana, la del año 1889, en un pueblo en la ribera del Támesis, no demasiado lejos de Oxford y su universidad. Paseos por el río, como en Tres hombres y una barca de Jerome K. Jerome (de donde Willis saca el título de su novela), te en el jardín, partidas de croquet, siestas en una hamaca, ¡ah, qué delicia! Pero lo que comienza como un viaje de descanso durante un par de semanas se convierte en una aventura de resultados impredecibles cuando el hecho de traerse un animal del pasado, en este caso una gata, puede desgarrar el continuo espacio-tiempo, a la vez que se crean agujeros en el Coventry de 1940, buscando el tocón de las narices, o puede incluso afectar al futuro si finalmente los alemanes no destruyen esta ciudad y acaban por ganar la guerra. 

Qué cara de pillina tienes, Connie...
Willis escribe en esta ocasión, siguiendo el ejemplo de Jerome K. Jerome, una comedia; sí, de ciencia ficción, pero en clave cómica. Y traslada al lector a la sociedad victoriana del terruño inglés del año 1889, en el que el esnobismo de la clase alta es rutina, el mayordomo lo sabe todo y es servicial hasta decir basta, no se puede hablar de sexo en público (o de sus consecuencias, como un embarazo, aunque sea de animales), existe un rígido código de condulta social para hombres, mujeres y para sus interrelaciones, el espiritismo en el que cayeron genios como Arthur Conan Doyle es chic, y el estilo neogótico en la arquitectura es recargado, horrendo y capaz de provocar más de una disputa. En qué mundo ha ido a parar el pobre Ned, especialmente cuando provoca cambios en el pasado, afectando a personas no conocidas; pero ya se sabe lo que dicen: cambia una cosa en el pasado y cuando regreses a tu época a ver qué diantre has liado. Lo interesante de la novela es que no nos centramos en las disquisiciones de los peligros de viajar por el tiempo, ya sea al Coventry de 1940 o a un pueblo de la Inglaterra rural en 1889. Ned es historiador, como lo es su fiel compañera de viajes intertemporales, Verity Kindle (suya es a priori la culpa de que todo el entramado del universo se vaya al infierno por haberse traído algo del pasado), y se erige en protagonista a la vez que espectador de un tiempo que no es suyo. El hecho de que al conocer a Terence St. Trewes impida que éste conozca y se enamore de su futura esposa puede ser todo un fastidio para el continuo espacio-tiempo del demonio. O que la tatara-tatara-tataranieta de lady Schrappnell, Tossie, mimada e insoportable hija única de un coronel y de su también insufrible esposa, no vaya a conocer al misterioso "señor C" que acabaría siendo su marido. O que nunca vaya a ver el famoso tocón del pájaro del obispo en la catedral de Coventry y tal hecho no cambie su vida para siempre... y para la de sus descendientes. ¿me siguen? Si ya lo decía Doc en Regreso al futuro..."has de aprender a pensar en cuatro dimensiones".

Cyril o to say nothing about the dog...
Bromas aparte, la novela también incide en el debate de la Gran Historia, los grandes procesos que suceden más allá de los actos de las personas, y de los Hombres que con su Proceder pueden Cambiar el Curso de la Historia. Tomando como ejemplo la batalla de Waterloo, Willis pone en boca de los distintos personajes opiniones divergentes acerca del papel del hombre en el hecho de Hacer Historia, o en su propia Inacción como Catalizador del Cambio. ¿Qué habría pasado si Ney hubiera entendido la letra de Napoleón en Waterloo? ¿O si el emperador francés no hubiera tenido hemorroides que le impidieran cabalgar y estar más cerca de los puntos débiles de sus tropas en el campo de batalla? ¿O si no hubiera llovido ese día? ¿O si Napoleón hubiera impedido el encuentro de Wellington y Blücher? Waterloo como metáfora de los imponderables que pueden suceder y que el hombre no puede controlar. O de lo que sí puede hacer y luego resulta que no cambia nada. Waterloo como el epítome de todo lo que pudo y al mismo tiempo no pudo cambiar el Curso de la Historia. Por otro lado, la novela se ubica temporalmente en la época del auge de la novela policiaca, tras Wilkie Collins, y de un personaje tan estiloso como Sherlock Holmes. Falta poco para que el público lector se acostumbre a la novela de misterio y suspense en la que el crimen lo cometió el mayordomo o en la que Hercule Poirot solucione los enigmas causados por un crimen (¿quién es el asesino?) simplemente con su propia capacidad deductiva y atando cabos. Más o menos como Ned y Verity, que, tirando de los hilos que el deshilachado continuo espacio-tiempo a causa de las interferencias de los viajes intertemporales, descubren no sólo dónde y (especialmente) cómo es el dichoso tocón del pájaro del obispo, sino que pueden resolver más de un enigma...

Por si no tuviérais bastante con todo esto, sabed que estamos ante una novela divertidísima, con perros muy humanos, gatas muy particulares y mayordomos que parecen ser mucho más que eso; con un estilo, habitual ya en Connie Willis, en el que tirando de un ovillo se llega muy lejos, con diálogos y situaciones la mar de entretenidos y al mismo tiempo llenos de sustancia y (por qué no) capaces de inducir al lector a la reflexión. Puede leerse esta novela como el reverso cómico de El Libro del Día del Juicio Final, o también como una versión mejorada (si cabe) de este mismo texto. Puede leerse como un divertimento que te atrapa hasta la última página. Y especialmente puede leerse como una muestra de que la novela de ciencia ficción, quizá la mejor novela de ciencia ficción, es aquella en la que lo fantástico, lo imposible, está muy cerca de nosotros. A fin de cuentas, ¿qué es un Viaje en el Tiempo?

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