14 de agosto de 2012

Reseña de La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza

La relectura es uno de esos placeres que en ocasiones decepciona ("¿cómo me pudo gustar esto?") pero que también suele confirmar sensaciones del pasado. Releer una buena novela cada cierto tiempo depara sorpresas, matices que antes no se habían captado y que ahora te disparan a bocajarro; secuencias que te habían mantenido en vilo y que al recuperarlas te siguen dejando con el corazón en un puño. Cada vez son menos las novelas (como las películas) que aguanten una segunda lectura (o visionado). La literatura de larga distancia, aquella que se conserva por muchos años, décadas o siglos que pasen, aquellos libros que acaban adquiriendo la etiqueta de «clásicos», cada vez cuesta encontrarla. Sí, es cierto, están los clásicos que todos conocemos, los antiguos y los modernos, pero ¿cuántas de las novelas que se han publicado en los últimos treinta años serán clásicos en los próximos cien? ¿O cuántas películas de la última década conseguirán ese estatus, como en su momento lo hicieron Ciudadano Kane, Con la muerte en los talones o El crepúsculo de los dioses? Para mí, Magnolia de Paul Thomas Anderson ya es un clásico, pero si me preguntan por otros títulos, tengo que pensármelo. Y está de más decir que Anna Karenina de Tolstói ya es un todo clásico en la literatura, como El guardián entre el centeno de Salinger o Lolita de Nabokov. Actualmente yo añadiría Una mujer difícil de John Irving, El día que murió Marilyn de Terenci Moix... y La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza.

Releer la novela de Mendoza es todo un acontecimiento personal. Llega un momento en que te pica el gusanillo, te llegan viejas sensaciones y sabes que llega el momento de retomar la novela y volver a leerla. Sabes de antemano que no te va a decepcionar, por muchas veces que la leas. Tiene dos alicientes, uno de ellos personal –Barcelona como escenario– y el otro se presenta como un embrujo, como una seducción desde las páginas, que te atrapa y te impulsa a seguir revisitando caminos ya recorridos. Se llama Onofre Bouvila.

Suele decirse como un tópico que La ciudad de los prodigios es «la novela de Barcelona». El autor no lo ve así, pero (ahí ya entra el modo en el que le lector se apropia de la novela y la convierte en suya) en cierto modo lo es; pero no es una Barcelona tangible, real; no es la Barcelona que aparece en los libros de historia, aquella que uno debe buscar cuando busca información sobre unas décadas determinadas. Que la novela fuera publicada en mayo de 1986, apenas unos meses antes de que la Ciudad Condal fuera elegida sede de los Juegos Olímpicos de 1992, fue como un impulso a posteriori para convertir el texto en ya un texto referencial, la prueba definitiva de que se ha convertido en la mejor campaña de promoción de la ciudad. Que además la novela transcurra entre dos acontecimientos de alcance mundial, como en 1992 también lo fueron unos Juegos Olímpicos, era la prueba, se podría argüir, de que es «la novela de Barcelona». Bueno, es fácil tirar de conmemoraciones y reinterpretar el pasado (y el presente) de un espacio determinado.

Pero es inevitable dejarse influir por el eco que sugiere la novela: Barcelona entre 1888 y 1929, entre dos Exposiciones Universales que sacaron a la ciudad de tiempos oscurantistas, de abandonos institucionales, para erigirla, por unos meses, en capitales del mundo moderno. No hay como el esplendor de una Exposición Universal, por muy efímeros que sean sus resultados, para transformar una ciudad y presentarla al mundo. La Barcelona de 1888 se nos muestra en la novela de Mendoza como una ciudad que acaba de iniciar su expansión urbanística, tras el derribo de las murallas treinta años atrás y la implantación del Plan Cerdà, el proyecto que crearía el Eixample (el Ensanche) y que daría algo más que aire fresco a unos habitantes hasta entonces constreñidos en estrecheces, constantes epidemias y suciedad. Es la Barcelona a la que llega el anarquismo y echa raíces; la Barcelona de las bombas, del auge del catalanismo político, de la construcción nacional a través de un partido como la Lliga Regionalista. 

Mendoza se centra, en los meses previos a la inauguración de la Exposición Universal, a esa Barcelona de bajos fondos en la que aterriza Onofre Bouvila, recién llegado del interior agreste de Cataluña, con apenas trece años, huyendo de un pasado que es sinónimo de humillación y miseria, dispuesto si no a comerse el mundo, desde luego a hacer fortuna. La Barcelona de antes y después de esa Exposición es una ciudad provinciana, aún no preparada para asumir un rol preeminente, olvidadiza de su pasado glorioso, insegura en cuanto al presente. Una ciudad escenario ideal para la creación de parábolas y fábulas por parte de un Mendoza que juega y nos hace pasar un buen rato: la fábula del alcalde que empeña su vida entera para erigir una Exposición Universal casi en solitario; el cuento del alcalde que crea un plan urbanístico con la fe religiosa como escuadra y cartabón y que sin saberlo siquiera ha pactado con el diablo. Es la Barcelona en la que crece y madura un Onofre Bouvila que encuentra en el gangsterismo un terreno perfecto para medrar y crear esa fortuna fabulosa que le convertiría prácticamente en un personaje de leyenda.

La vida de Onofre Bouvila se erige, pues, en contrapunto de la evolución de Barcelona como ciudad. Pero, ¿quién es Onofre Bouvila? ¿De dónde surge este personaje que rompe etiquetas de todo tipo y que ha dejado atrás la mera caracterización de self-made man? ¿Un John Foster Kane antes de que naciera en el celuloide? ¿Un hombre forjado a través de orgullo, amoralidad, dureza, política y crueldad? ¿Un hombre dispuesto a sacrificar a todos los que le rodean para alcanzar un objetivo que, inevitablemente, no será tan valioso como él mismo esperaba? En muchos aspectos, Onofre Bouvila es un personaje que cabalga entre dos siglos. Por un lado, ha nacido en pleno Novecientos, en la era de la fábrica, el auge de los movimientos ácratas, la lucha social que no conduce a nada, las bandas urbanas a lo Gangsters of New York, la especulación reflejada en La febre d'or de Narcís Oller. 

Por otro lado, cuando la conflictividad social se enraíza en el ADN barcelonés de las décadas de 1910 y 1920, cuando el eco de la Revolución rusa de 1917 eriza el vello de los capitalistas y los defensores de un status quo que se va a pique, Onofre Bouvila, con ingenuidad, sin ataduras sociales (a fin de cuentas, es un desclasado, tolerado con desprecio por burgueses y políticos de la Restauración, aquellos que buscan su dinero pero le apartan de la mesa principal de la cena de recepción de la zarina Alejandra, organizada y costeada por el propio Bouvila), ejerciendo de Casandra que no sólo no es creída sino que es tachada de loca, Onofre Bouvila, decíamos, se nos presenta como un precursor del Siglo Veinte que ya ha empezado. Por tanto, el modo en el que sobrevuela por encima de la Barcelona de otra Exposición Universal, la de 1929, el modo en el que desaparece para formar parte ya del mito, es también una señal de la imposibilidad de definirlo, de etiquetarlo.

Como Francesc Cambó, Bouvila es el hombre más rico de su tiempo, el más informado, aquel dispuesto a financiar proyectos inviables, persiguiendo un sueño. El hombre que leyó el catecismo de la revolución en los panfletos que, siendo un joven recién llegado a Barcelona, repartía entre los trabajadores de la Exposición de 1888; y el hombre que tras la Semana Trágica de 1909, tras el Trienio Rojo (el escenario de la otra gran novela de Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta), en vísperas del golpe de Estado del general Primo de Rivera, es capaz de prever los tiempos convulsos, anticipando la guerra civil y sus catastróficas consecuencias. Es el hombre que ha erigido un imperio financiero, que forma parte de innumerables consejos de administración, que poseen millones de acciones, y que en su juventud vendía crecepelo a los pobres y luego extorsionaba y dirigía bandas mafiosas. El hombre que hipotecó la casa familiar en las montañas para adquirir fincas del Eixample, que luego revendía con elevadísimos beneficios con subterfugios de todo tipo. El hombre que montó un imperio cinematográfico y creó a Honesta Labroux, un rostro en la pantalla, un mito del cine, antes de Rodolfo Valentino, coetánea de Mary Pickford y Gloria Swanson. El hombre que era capaz de comprar una mansión abandonada por una vieja historia familiar, de restaurarla sin escatimar en gastos y de viajar a París en avión para conseguir una figura de mayólica que apenas cuesta unos reales. Un hombre impredecible, desconocido para muchos, misterioso, a medio camino de la leyenda y la portada de periódicos.

Si no fueran suficientes estos alicientes para mantenerte permanentemente atrapado a esta novela, Mendoza juega con el lenguaje, como ya es marca de la casa, y te presenta un riquísimo tapiz de «actores secundarios» con maravillosos nombres: Delfina, Honesta Labroux, Odón Mostaza, el señor Braulio, Joan Sicart, Humbert Figa i Morera, Nicolau Canals i Rataplán, mosén Bizancio, Efrén Castells, Faustino Zuckermann, el marqués de Ut... Leerlos y pronunciarlos en voz alta, adentrarse en su significado, en el juego de registros lingüísticos, es otro anzuelo más. Saciada la sed de relectura, extasiado ante una novela que ya es mucho más que un clásico, pronto volverán las ganas de volver a aproximarse al texto de Eduardo Mendoza. Es inevitable, es ineludible. Y volveremos a una Barcelona que existió y al mismo tiempo es carne de leyenda, y a un personaje que te atrapa, te seduce, como en un embrujo, y que, mientras se eleva para luego desaparecer, logra que te preguntes, una vez mas: «¿quién es Onofre Bouvila».

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