29 de abril de 2012

Reseña de Napoleón, de Jean Tulard


Uno de los mejores libros de los últimos años sobre el período napoleónico es La Europa napoleónica, 1792-1815, de Esteban Canales (Cátedra, 2008). Un libro que pone al personaje en su contexto, recogiendo, cómo no, el aspecto militar, pero no sólo esto (para tal cuestión, y con largueza, ahí está el librazo de David Chandler), y que, además de la etapa final de la Revolución Francesa, incide en Napoleón como actor, protagonista, director y leyenda. Y en los países que dominó, en los países que se le enfrentaron (especialmente Inglaterra, al que se dedica, si no me falla la memoria, dos capítulos), en el legado revolucionario y napoleónico y, por supuesto, en Napoleón Bonaparte como persona, general, estadista y soberano. Por tanto, el libro de Jean Tulard, Napoleón (Crítica, 2012), que es el tema de esta reseña (y no otro), me recordó en su lectura la realizada hace unos pocos años del libro de Canales. 

Quizá llegue tarde el libro de Tulard al mercado hispano: en los créditos del libro se menciona la edición francesa de 1996, pero buscando por la red encuentras que ya hubo una edición en 1987, que a su vez debía ser la reedición de una primera edición en 1978. Y el libro ha tenido mayor fortuna en Francia con una reedición en 2009. Pero, claro está, hablamos de Jean Tulard (n. 1933), quizá el mayor especialista francés actual sobre Napoleón, al que ha dedicado toda una vida. Pero no estamos en esta ocasión ante una biografía del personaje, sino más bien ante un libro que ya en el título original nos dice mucho de sí mismo: Napoléon, ou le mythe du sauveur (Napoleón o el mito del salvador). Y es ahí donde incide gran parte del objetivo de este libro: narrar la historia de Napoleón como el salvador de un régimen, el republicano, el 18 de brumario del año VIII (9 de noviembre de 1799), representando a una Francia que trata de superar la pugna partidista (termidorianos, neojacobinos, directorianos, realistas,…), que se establece en el poder como Primer Cónsul y defendiendo a los notables, los propietarios, a los que no obstante, comenzará a traicionar con sus ansias de poder, evidenciadas en la deriva monárquica que culminará en la coronación imperial de diciembre de 1804. Porque esta es la esencia de la leyenda de Napoleón como salvador de la República francesa: el hombre que pugnaba por vencer resistencias, por superar diferencias y que, paso a paso, camino hacia el dominio continental por medio de las armas y endiosado por los aromas de la monarquía que enterraba la Revolución. 

Tras el golpe de brumario, Bonaparte declararía: «Yo soy la Revolución», para prácticamente decir a continuación: «La Revolución ha terminado». El juego de palabras subyacente no es gratuito: en muchos sentidos, Napoleón encarna la Revolución, desde sus orígenes en Córcega, y su carrera hasta 1799 se nutre de una escala hacia el mando militar y el control de una República vacilante que amenaza con hundirse en el caos. El fin de la Revolución, sin embargo, se produjo años atrás tras la reacción termidoriana, pero los frutos evidentes de la misma eran patentes en brumario: el triunfo, no incontestable, de una burguesía que ha conseguido lo que pretendía –el fin del feudalismo y de las prebendas de una nobleza propia del Antiguo Régimen y– sin que la propia Revolución acabe devorando (necesariamente) a todos sus hijos. Sin una victoria del proletariado urbano, por otro lado. Y su caballo de batalla sería, a la postre, un Napoleón Bonaparte que había bebido en la década anterior del paolismo corso, del jacobinismo, de la Ilustración y de la contrarrevolución barrasiana; menudo banquete: lo raro es que no se indigestara. Y como resultado del ensalzamiento de su propia leyenda (Lodi, Rívoli y Egipto mediantes), Bonaparte se encarama hacia el cargo de Primer Cónsul prometiendo defender los intereses de los propietarios, de los burgueses, de los notables. 

Pero en la promesa queda implícita la traición, y a ella dedica su atención Tulard: analiza como el ansia de un blasón propio, el envanecimiento de un militar que aspira a ser un estadista, la necesidad de contar (velis nolis) con la aristocracia (anatema para la burguesía) y las veleidades, costos y cortesanías monárquicas (a fin de cuentas, de Borbones e pasa a Bonapartes), se encaminan, poco a poco, hacia la ruptura contra esos notables. Pero el libro no se queda en la cuestión de la esencia política del régimen napoleónico: Tulard realiza, en la tercera parte, una panorámica del imperio napoleónico, a nivel económico, social e incluso cultural. Y nos queda el Napoleón militar, el que siempre acaba llamando la atención: sus hazañas, desde luego, su genio y su carisma; pero también sus errores, sus carencias y sus defectos: su rechazo a las innovaciones técnicas; su pasmosa ignorancia del clima y de la geografía (Rusia es la más evidente, pero no la única); su incapacidad, a medio plazo, de comprender que la «guerra relámpago» funcionó bien hasta 1806, cuando paulatinamente Europa aprenderá pronto las reglas del nuevo juego y anulará las trampas habituales del emperador. La guerra de España será el inicio de la debacle napoleónica desde 1808. La falta de hombres, nutrida con una conscripción que poco a poco izará la bandera de la oposición en el interior de Francia, será su otro hándicap. 

Tulard también se centra en otro aspecto fundamental: el Bloqueo Continental (que más bien debería ser llamado el bloqueo inglés). El sistema, a pesar de sus defectos, puso a Inglaterra casi de rodillas a finales de 1811 y Napoleón apenas supo lo cerca que estuvo ya en 1809 de derrotar a la nación insular con un bloqueo económico al que le faltó una mayor presión. El bloqueo tuvo sus contrapartidas, que en esencia fueron internas dentro del imperio: la renuencia de su hermano Luis, rey de Holanda, le causaron a la larga el trono a este Bonaparte menor; la neutralidad de Suecia dejaba una vía de escape a los ingleses; la negativa del papa Pío VII a aplicarlo en sus puertos le llevó a ser reducido a la condición de prisionero (alzando el clamor de los católicos por toda Europa, incluidos los franceses). 

El libro de Tulard es valioso también por el componente historiográfico: al final de cada capítulo, en una sección titulada «Debates abiertos», el autor francés sintetiza las principales aportaciones de la historiografía (esencialmente francesa) sobre las diversas cuestiones planteadas, comenta con detalle algunos elementos esenciales, y aporta fuentes y bibliografía sobre los que profundizar. Se echan de menos más mapas (apenas hay uno, al final del texto), pues la extensión del imperio nunca se mantuvo inalterable. Y una revisión de la traducción: duele a la vista encontrar erratas como «emperadora». Con todo, aun siendo la errata inmortal, no acaba por erigirse en omnipresente. 

En definitiva, pues, estamos ante un libro muy completo, que requiere de ciertos conocimientos previos por parte del lector, y que nos acerca de una manera que casi podría calificarse de global a la figura, el contexto, el imperio y la leyenda de Napoleón Bonaparte. Un buen libro, sin dudarlo.

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