11 de febrero de 2012

Crítica de cine: Los descendientes, de Alexander Payne

En los últimos años, de cara a los Oscars, siempre hay una película que huele y parece independiente y tiene detrás a un gran estudio (o, en todo caso, a la filial "independiente" de dicho estudio). Y este año parece que la cosa se repite, como en 2003, con Alexander Payne tras la cámara. Entonces su apuesta era Entre copas, una de las mejores películas de aquella cosecha y que ha ganado, como los buenos vinos, con los años. Ahora nos llega una película que se ha vendido como el Entre copas en Hawai; en vez de bodegas, playas y grupos locales cantandoi en hawaiano; y en lugar de un escritor en crisis (Paul Giamatti), un abogado (George Clooney) que se entera que su mujer, en coma tras un accidente, le ha sido infiel y planeaba abandonarle, y además tiene que lidiar con la venta e unos fabulosos terrenos vírgenes que pueden darle, más si cabe, millones y millones de dólares. No sólo a él, sino a su familia, descendientes de una princesa hawaiana que se casó con uno de los primeros norteamericanos en instalarse en el archipiélago del Pacífico. 

 La película navega entre la forma del telefilme más convencional y una imagen, a caballo entre lo cómico y lo deprimente, de una familia atípica. Atípica porque sus miembros básicamente no se han comunicado demasiado, no porque lo sean. Así poues, Matthew King (Clooney) afronta su situaciñon matrimonial, deseando entregarse a la rabia más absoluta por la traición conyugal, pero consciente de que tiene dos hijas por las que debe velar (aunque el trabajo se lo impidiera hasta entonces, o él hiciera lo posible porque así fuera). La voluntad de ser una especie de road movie (de isla a isla, más que abandonándose a la carretera) planea constantemente sobre la película de Payne, que aprovecha para indagar en las relaciones humanas (suegro/yerno, padre/hijas, primo/primos, amigo/amigos, incluso habitante de Hawai/isla), para de un modo que parece vago e incluso superficial contarnos una historia de conocimiento personal y superación, cayendo en los clichés melodramáticos, pero renunciando a regodearse demasiado en ellos. 

Los detractores de la película podrán decir que Payne pasa el rato mostrando excepcionales escenarios naturales mientras cuenta una historia que no da para más de una película de noventa minutos un domingo por la tarde. Y los entusiastas seguidores de Payne dirán que la película dispara de pleno en la linea de flotación del hombre de familia, del marido que a pesar de todo sabe esta en su lugar y que no pierde la moral y la fuerza; el hombre posterior al 11-S, hecho a sí mismo a pesar de todo. Por mi parte me quedo con la sensación de que Payne ha querido repetir la jugada de Entre copas (e incluso la de A propósito de Schmidt), pero que tampoco la cosa es para tanto. La película bordea lo soporífero, pero no llega a serlo, pues sigues manteniéndote curioso ante la historia de esta familia (¿venderán? ¿Sid, el amigo de Alex, recibirá algún mamporro más por su lenguaraz manera de ser? ¿Clooney reaccionará como el personaje parece querer hacerlo?). 

Así pues, la película se deja mecer como una guirnalda de flores depositada en el mar y pasas un buen rato. Quizás esperabas más, pero tampoco te sientes estafado. Y quizá Payne debería pensárselo mejor antes de vender una película algo bluf (pero no mucho) tras siete años de silencio. 


PS: qué moda más hortera la de Hawai...

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