20 de noviembre de 2011

Reseña de Juegos peligrosos. Usos y abusos de la Historia, de Margaret MacMillan



«En 1938, la comunidad europea decidió congraciarse con Hitler, y en vez de apoyar a su aliada y fiel Checoslovaquia, abandonó ese país a los nazis. Nosotros no estamos dispuestos a ser la Checoslovaquia del siglo XXI y seguiremos defendiendo los intereses vitales de Israel».

Avigdor Lieberman, ministro israelí de Asuntos Exteriores, 10 de octubre de 2010
Esta frase posiblemente sea una de tantas por parte de políticos de todo pelaje, nos viene al pelo para hablar del reciente libro de Margaret MacMillan (Toronto, 1943), Juegos peligrosos. Usos y abusos de la Historia (Ariel). Autora de un libro imprescindible sobre la conferencia de paz tras la Primera Guerra Mundial, París 1919. Seis meses que cambiaron el mundo (Tusquets, 2005), MacMillan aporta ahora un libro breve (apenas 180 páginas de texto), que se lee en una tarde, ameno y refrescante. Un libro que justamente nos remite a la frase con que se inicia esta reseña: el uso (y el abuso) de la historia.

Con un título que evoca al libro ya clásico de Moses Finley, Uso y abuso de la historia (Crítica, 1984), la obra de MacMillan tiene un alcance más limitado y más accesible para el lector. Para empezar, la autora se centra en casos de historia contemporánea, esencialmente. Su filosofía de la historia es menos teórica, seguramente plagada de lugares comunes (como no podía ser menos en una obra de este tipo), y busca en los ejemplos prácticos el modo de vincular al lector con la idea de que la historia es una herramienta para entender el pasado, de la que se pueden extraer lecciones y consejos, habitualmente constructivos, pero que también es un arma de doble filo, arrojadiza, manipulable, distorsionada y politizada en manos de quien la quiera utilizar para fines más oscuros. Como todo, ¿no es cierto?

La historia está de moda, reconozcámoslo. Atrae, apasiona, educa, entretiene, socializa. Desde que gran parte de la población mundial está alfabetizada, tiene tiempo libre, ocio y ganas de indagar sobre su propio pasado (a menudo a partir de las historias orales sobre los orígenes de su propia familia), la historia se convierte en objeto de consumo. A menudo, la historia académica no sobrepasa la barrera de los muros institucionales universitarios, lo cual conlleva sus riesgos, pues deja en manos de cualquiera, con buenos o malos propósitos, la capacidad para contar «su» historia o aquella que le parece oportuna. Puede ser utilizada como una guía, una advertencia o incluso un modo de empleo (quién no recuerda el ya clásico adagio de aquellos que no aprenden de la historia están condenados a repetirla). Puede ser materia para todo tipo de museos, centros especializados, memoriales, parques temáticos incluso, en los que, ya sea la participación de un país determinado (o de un sector concreto de ese país) en un conflicto determinado, ya sea la consecución de un hito esencial para la humanidad o ya sea el recuerdo de las víctimas de un genocidio en particular. También la historia es fuente de lecciones morales o inmorales para construir identidades, para forjar nacionalismos, para incluso, como comenta la autora, «presentar la factura» a quien corresponda y se espere que se pague. Y no sólo ello: la historia puede ser retroactiva y revisitada en un conflicto determinado, como piscifactoría particular de líderes y políticos que cultiven en ella los ejemplares de tiburones que se utilizarán en guerras y conflictos que conviene justificar.


Margaret MacMillan

De todo ello nos habla MacMillan en un libro, reitero, amenísimo, deliciosamente breve, en el que aporta algunos ejemplos de su propio país (Canadá) y de su propia experiencia como historiadora. Un libro en el que memoria, historia y pasado, sin ser lo mismo, se relacionan (sin casarse necesariamente) y se cruzan en notables encrucijadas, a cada cual con salidas más lóbregas. Un libro que nos habla de por qué George W. Bush siempre ha tratado de parangonarse con el Winston Churchill de la Segunda Guerra Mundial, obviando el Churchill más incómodo del período de entreguerras o de su último gobierno; un libro en el que se nos habla acerca del hecho de que Stalin buscara el reflejo de Iván el Terrible o Pedro el Grande, salvando las numerosas distancias entre los tres; un libro en el que se advierte del peligro de echarle la culpa a la historia de, pongamos por ejemplo, los tratados de paz surgidos de la conferencia de París de 1919, para cuando nos fijamos en la complicada historia de un país como Yugoslavia en la segunda mitad del siglo XX, porque posiblemente las cosas no sean tan sencillas. Un libro, también, que alerta del peligro de usar la historia como elemento para atizar el odio religioso en función de intereses políticos y económicos. O, volviendo a la cita del inicio de la reseña, de usar el escenario político europeo de los años 1938-1939 como argucia para acusar a quien sea de apaciguadores que se oponen a la justicia de un conflicto bélico «necesario y bueno».

La pega que se le podría poner al libro de MacMillan es su aparente superficialidad, su apenas profundización en cuestiones planteadas de antemano. No, no sería justo criticarle a este libro lo que quizá es una de sus virtudes. Pues tampoco pretende la autora apabullarnos con citas y ejemplos, muchas de las cuales ya le vienen a la cabeza al lector sin apenas proponérselo. La brevedad del texto es otro elemento a favor, pues con un estilo ágil y conciso, trufando sus afirmaciones con ejemplos meridiana y contemporáneamente claros, MacMillan nos anima con una lectura refrescante. Las lecturas complementarias sugeridas a modo de recomendación al final del libro permitirán al lector profundizar más en un tema que puede atraer a neófitos o simples aficionados de la historia. Otro punto a favor del libro: su voluntad divulgadora, aunque con rigor.

Permítaseme terminar la reseña de un libro que recomiendo muy encarecidamente a todos aquellos que se interesan por la historia, con unas palabras de la propia autora:
«Aunque el estudio de la historia no consiga enseñarnos más que humildad, escepticismo y conciencia de nosotros mismos, ya habrá hecho algo útil. Debemos continuar examinando nuestras suposiciones y las de los demás y preguntarnos: ¿cuáles son las pruebas? O bien: ¿existe otra explicación? Deberíamos mostrar cautela ante las reivindicaciones grandilocuentes en nombre de la historia, o ante aquellos que aseguran haber descubierto la verdad de una vez para siempre. Al final, el único consejo que puedo dar es: úsela, disfrútela, pero trate siempre la historia con cuidado» (p. 192).
Ahí queda eso como penúltima reflexión.

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