25 de noviembre de 2011

Reseña de Enrique V, de William Shakespeare

We few, we happy few, we band of brothers;
For he to-day that sheds his blood with me

Shall be my brother; be he ne’er so vile

This day shall gentle his condition.
Nosotros pocos, felices pocos, esta banda de hermanos;
Porque hoy el que vierta su sangre conmigo
Será mi hermano; pues, por muy vil que sea,
Este día ennoblecerá su condición.
[Acto IV, escena III]

En el final de esta obra, el Coro, que ha situado constantemente al espectador/lector en los diversos escenarios en los que transcurre la acción, en cierto modo anuncia la prematura muerte del rey-héroe Enrique V y anticipa los desastres del reinado de su sucesor, el rey-niño Enrique VI, las regencias y el camino hacia la Guerra de las Dos Rosas:
La Fortuna forjó su acero
Y, con éste, el mejor jardín del mundo conquistó,
Dejando en él a su hijo como imperial señor.
Enrique VI, en fajas de infante rey coronado
De Francia e Inglaterra, a este monarca sucedió,
Pero tantos tuvieron el gobierno de su estado
Que perdieron Francia e Inglaterra sangró.
[Acto V, escena III]
De este modo, el triunfo del Alejandro inglés, redimido en la batalla de los pecados de su padre, significa un punto y aparte en las obras históricas que William Shakespeare dedicó a los acontecimientos iniciados en Inglaterra con el reinado de Ricardo II, con su asesinato en última instancia, y, mediante el siglo XV, llevará a la muerte de otro rey, Ricardo III, en batalla y al establecimiento de la dinastía Tudor. Dejando a un lado Enrique VIII y El rey Juan, las obras históricas que tratan la historia de Inglaterra se centran un período cronológico determinado, entre la deposición y posterior asesinato de Ricardo II (1398) y la derrota y muerte de Ricardo III en la batalla de Bosworth (1485). Entre 1590 y 1593, aproximadamente, Shakespeare se interesó primero por los hechos sanguinarios que suceden entre 1422 y 1485, y escribió una primera tetralogía de obras históricas (las tres partes de Enrique VI y Ricardo III), que tienen en la Guerra de las Dos Rosas, la enemistad entre las casas de Lancaster y York, el escenario de fondo. Más adelante, entre 1595 y 1599, el Bardo quiso indagar en las causas de aquella guerra en una segunda tetralogía (primera desde un punto de vista cronológico de los hechos: Ricardo III, las dos partes de Enrique IV y Enrique V).

Se ha debatido mucho entre los especialistas acerca de las intenciones de Shakespeare con la redacción de estas ocho obras en la década de 1590. En palabras de Salvador Oliva (traductor al catalán y autor de los prólogos de la segunda/primera trilogía en 2005), habitualmente suele verse en las obras históricas un reflejo de la ideología social del propio Shakespeare, aunque con matices. Así, unos «le ven como un conservador que acepta la visión mística de la realeza impuesta en las crónicas por la dinastía Tudor. Esta mística consideraba que la monarquía era el gobierno más adecuado para la naturaleza humana y la voluntad de Dios. Por ello, muchos críticos de este grupo han visto, en las obras de Shakespeare, una mera dramatización de las crónicas de Inglaterra, en las que una determinada ideología política atribuía, por ejemplo, las brutalidades y el sufrimiento de la Guerra de las Dos Rosas a la deposición y asesinato, dos generaciones antes, del rey Ricardo II», mientras que otros «ven las obras históricas como un ataque a la ideología propugnada por los representantes del primer grupo. Proponen, entonces, una lectura en la que Shakespeare muestra todos los aspectos negativos del comportamiento de los reyes con el objeto de oponerse al “mito Tudor” que le ofrecían las crónicas» (Obres Històriques I: Ricard II – Enric IV (1ª i 2ª parts) – Enric V, Barcelona, Universitat Pompeu Fabra/Destino, 2005, pp. 16-17). Cabe pensar, por otro lado, en la posibilidad de que Shakespeare se dejó influenciar, de algún modo, por los escritos coetáneos de autores políticos de su tiempo, como Les Six Livres de la République de Jean Bodin (1576), en las discusiones acerca de la resistencia ante el despotismo de los monarcas e incluso las teorías acerca del tiranicidio de los llamados pensadores monarcómacos (Thèodore de Béze, François Toman, Philippe Duplessis-Mornay, Johannes Althussius o el español Juan de Mariana) o, incluso, en el peso de El Príncipe de Maquiavelo. O quizá no: conviene recordar que Shakespeare, sobre quien ya existe una amplísima discusión sobre su propia existencia, es en esencia un dramaturgo, un artista que construye obras de teatro, independientemente de la intencionalidad política que pueda subyacer en sus obras históricas.

Es cierto, sin embargo, que el contexto influye y que no es casual el rol de Shakespeare escribiendo esta serie de obras históricas en la década de 1590: tras el desastre español de la Gran Armada de 1588, los siguientes años significan un repunte del patriotismo inglés en momentos en que Inglaterra pugna en diversos frentes, resalta de nuevo el conflicto religioso entre catolicismo y protestantismo, y camina hacia la compleja sucesión de Isabel I por Jacobo VI de Escocia (I de Inglaterra), hijo de la malhadada María Estuardo. La política se nutre, como no podía ser menos, de los ecos de la historia, del recuerdo de laGuerra de los Cien Años y, especialmente, de la fractura política que supuso la deposición y posterior asesinato de Ricardo II y la usurpación de Enrique Bolingbroke, Enrique IV en el trono, padre del disoluto príncipe Hal, futuro Enrique V y, por unos meses, rey sin corona de Francia hasta su prematura muerte en 1422. Y no es casual tampoco el tono patriótico y claramente nacionalista de Inglaterra en una obra como Enrique V, que aquí reseñaremos y, por qué no, comentaremos en la medida de nuestras posibilidades. Pero, que quede claro, reducir esta obra simplemente a una cuestión de patriotismo es minusvalorar las virtudes de un texto que, no siendo el mejor, el más elaborado, el más redondo de los que surgieran de la pluma de Shakespeare, aporta una variedad de temas, el brillante uso de un lenguaje polifónico y la dosificación del dramatismo en muchas de sus escenas, en las que lo histórico que hay en la obra, por muy resumido que esté, reluce con especial lucimiento.

Para esta reseña, tomamos como base la edición de Delia Pasini para la editorial Losada (2008), una, si no la, de las más recientes que el lector puede encontrar en el mercado actual hispanoamericano (el lector puede encontrar otras ediciones, como la de RBA de 2003 o la magnífica aunque descatalogada edición de José María Valverde en Planeta de 1988). También se acompaña la reseña con fragmentos de la película homónima de Kenneth Branagh de 1989, en mi opinión la versión que mejor refleja el espíritu de la obra, muy superior a la versión de Laurence Olivier de 1944, aunque sea ésta la que recoge en su mayor parte el texto shakesperiano; Branagh recorta gran parte de la trama cómica del texto, potenciando en cambio la oscura personalidad de Enrique V.

Como no podía ser de otro modo, la obra de Shakespeare resume cuando no simplifica los hechos históricos; como advierte el Coro en el prólogo:
¿Puede este reñidero contener
Los vastos campos de Francia? ¿O podríamos meter
Dentro de esta O de madera los mismos cascos
Que atemorizaron el aire en Agincourt? […]
Vuestras mentes deben equipar a nuestros reyes,
Llevarlos de aquí para allá, saltando los tiempos,
Volcando la consumación de muchos años
En una hora de reloj. [secuencia de la versión fílmica de Branagh]
Soberano indiscutible de Inglaterra, a diferencia de su padre, Enrique ha aglutinado en torno a una empresa militar, en la más pura cabalgada del Príncipe Negro, a una compañía de hombres, con sus parientes al frente y lo más granado de la nobleza inglesa. Pero es una campaña limitada, destinada, aunque no se perciba en la obra, a saquear y vivaquear en laNormandía, con una retirada posterior a Calais, buscando presionar a la corte de Carlos VI de Francia. Shakespeare no especifica que durante los años que se sintetizan «en una hora de reloj» hubo tres delfines en Francia, no se deja entrever la locura del rey Carlos ni las disensiones entre orleanistas, armagnacs y borgoñones y se pasa por encima de los cinco años entre la derrota francesa en Agincourt y la firma del Tratado de Troyes. La cabalgada de Enrique parece sencilla, evoca las campañas coetáneas de los ingleses contra las tropas españolas o en apoyo de los rebeldes holandeses en los Países Bajos.

Con todo, hay indicios que permiten suponer que algunos fragmentos pudieron ser escritos para otra obra (la muerte de Falstaff, por ejemplo, que por coherencia debería haber formado parte de la segunda parte de Enrique IV, tras el repudio del príncipe Hal, ya rey, y que ahora sólo conocemos a través de las palabras de Nell Quickly o señora Deprisa, en esta edición); los fragmentos cómicos parecen desentonar con el tono más serio de la obra y quizá personajes como Bardolf, Pistol (Pistola) y Nym (Hurtado), los truhanes que habían seguido a Falstaff, fueron incluidos impropiamente en esta obra, aunque ahora participan, como muchos soldados anónimos, en la campaña militar, sobreviviendo únicamente Pistol.

Como es bien sabido, el tema de fondo de Enrique V es la campaña en Francia y la resonante (y no menos inesperada) victoria de los ingleses sobre la flor y nata de la caballería francesa. Con todo, el tema militar palidece en comparación con la variedad de temas de esta obra. Por un lado, la compleja personalidad del rey Enrique.En los primeros dos actos Enrique se muestra arrogante, imbuido de la dignidad real a la que tiene derecho por nacimiento (la cuestión de la disputa en torno a la validez de la ley sálica en Francia). Celoso de su autoridad, desarticula sin titubeos la conjura del conde de Cambridge (hermano del duque de York, que morirá en Agincourt, y abuelo del futuro Eduardo IV de la rama de York), de su favorito lord Scroop de Masham, y del caballero Gray de Northumberland (yerno del conde de Westmorland, primo del propio Enrique) [secuencia de la película de Kenneth Branagh]; Shakespeare tampoco nos lo cuenta, pero no son precisamente unos don nadie lo que son ejecutados en Southampton antes de partir la expedición. Enrique devuelve con rudeza cuando no brutalidad las chanzas en torno a las pelotas de tenis que el Delfín le ha enviado como muestra de desprecio [secuencia de la película de Branagh]. El asedio de Harfleur saca en el tercer acto al rey Enrique más duro, cruel, capaz de pasar por las armas a toda la población de una ciudad, a pesar de lo menguado de sus tropas:
¿Qué ha de importarme, entonces, si la impidiosa guerra,
Ataviada en llamas como el príncipe de los demonios,
Comete, con ennegrecida tez, las feroces hazañas
Ligadas a la ruina y la desolación?
¿Qué ha de importarme, cuando vosotros sois la causa,
Si vuestras puras doncellas caen en manos
De la ardiente y forzada violación?
¿Cuáles riendas sujetan la maldad licenciosa
Cuando cuesta abajo conduce su impetuosa carrera? […]
Porque, además, la culpa de la masacre recaerá en los dirigentes de Harfleur, que, en una inversión de roles, deben «apiadarse» de su propia ciudad, no Enrique el invasor, y en consecuencia serían los «culpables» de su propia destrucción:
Por eso, hombres de Harfleur,
Apiadaos de vuestra ciudad y vuestro pueblo
Mientras aún mis soldados responden a mi mando,
Mientras aún el fresco y templado viento de gracia
Dispersa las negras y contagiosas nubes
Del embriagante asesinato, el saqueo y la villanía.
Y, si no, pues bien, mirad un instante con sucia mano
Profanar los rulos de vuestras hijas que chillan a gritos,
A vuestros padres agarrados por sus barbas de plata
Y sus reverendas cabezas estrelladas contra los muros,
A vuestros infantes desnudos ensartados en picas
Mientras las enloquecidas madres, en confusión de alaridos,
Rasgan las nubes, como hicieron las mujeres de Judea
Ante lo carniceros de Herodes sedientos de sangre.
¿Qué decís? ¿Os rendiréis, para evitar así esto?
¿O, culpables de defensa, queréis evitar ser destruidos?
Incluso in his finest hour, parafraseando a Churchill, el triunfo en Agincourt, Enrique no duda en degollar a los prisioneros franceses ante los eventuales contraataques de la caballería enemiga y la matanza de los pajes ingleses; esta orden de Enrique, paradójicamente, no supone para el galés Llewellyn (o Fluellen según la versión utilizada) algo «expresamente contrario a la ley de las armas», a diferencia, en cambio, de la masacre de los muchachos porteadores, «la más descarada canallada, notadlo, que puede hallarse. Ahora, en conciencia, ¿no lo es?» (acto IV, escena VII). De un modo similar, en la mente política de Enrique, invadir Francia y matar franceses son actos realizados con Dios del lado de los ingleses («venid, en procesión vayamos a la aldea, / y se proclame pena de muerte en nuestro ejército / para quien esto se jacte, o prive de la alabanza a Dios, / porque es sólo Suya. […] Reconociendo que Dios luchó por nosotros»; acto IV, escena VIII), pero robar en una iglesia, delito menor cometido por Bardolf, merece una ejecución pública.

También el, en cierto modo, torpe cortejo de la princesa Catalina de Francia por parte de Enrique (acto V, escena II), más allá de los mutuos errores con el idioma, demuestra la soberbia del soberano inglés, decidido a «conquistar» por todos los medios posibles a la hija de Francia ahora que el reino ya está casi en sus manos:
Te hablo como un simple soldado. Si puedes amarme por esto, tómame. Si no, decirte que moriré es verdad, pero por tu amor, lo juro por el Señor, no. Pero sí te amo. Y mientras vivas, Cata querida, acepta a un tipo de constancia llana y sin acuñar, pues él, por fuerza, te hará bien, porque no tiene el don de cortejar en otros lugares. […] Si alguna vez eres mía, Cata, pues dentro de mí tengo fe y ella me dice que lo serás, te habré conseguido luchando en la guerra y, por eso, tú debes demostrar que eres buena para criar soldados.
Por otro lado, la usurpación de Bolingbroke es uno de los leitmotivs esenciales de la serie de obras históricas de Shakespeare. Todo comienza allí, se podría decir: redimirse del asesinato de Ricardo II es a lo que aspira su primo Enrique IV durante su reinado. El pecado original de los Lancaster pasa a Hal, ahora rey Enrique, pronto rey Harry (es importante el matiz), que en el texto shakesperiano emprende la cabalgada en Francia para purgar las culpas heredadas, al tiempo que, cual nuevo Alejandro redivivo, busca la gloria y el triunfo asumiendo la empresa exterior y canaliza las disensiones sociales (y eclesiásticas). Enrique no tiene las manos manchadas de sangre (su padre, de hecho, tampoco, al menos directamente), pero la búsqueda del perdón se convierte en una obsesión:
¡Oh, Dios de las batallas, roba el corazón de mis soldados!
No los poseas con temor. Arrebátales ahora
La noción del cálculo antes que los números enemigos
Les arranquen el corazón. ¡No, Señor! Hoy no!
¡Oh, no te acuerdes hoy de la falta
Que cometió mi padre al usurpar la corona!
El cuerpo de Ricardo hice enterrar de nuevo,
Y sobre él he derramado más lágrimas contritas
Que gotas de sangre salieron de él por la violencia.
A quinientos pobres sostengo pagos todo el año
Para que dos veces al día eleven las manos marchitas
Al cielo para pedir perdón por su sangre. Y he levantado
Cos capillas donde los tristes y solemnes curas
Cantan aún por el alma de Ricardo. Haré aún más,
Aunque todo cuanto puedo hacer de nada vale
Si a todo ello mi penitencia no se añade
Implorando perdón.
[Acto IV, escena I]
Entramos, con ello, en otro elemento esencial de la obra y que remite a lo que se comentaba al principio de esta reseña: la ideología política de Shakespeare, el influjo de los autores del siglo XVI que debaten acerca de los límites de la autoridad real. Y que podemos sintetizar en la cuestión de la obediencia al rey. ¿Es lícito obedecer a un rey aunque su causa no sea justa? Shakespeara plantea la cuestión de modo velado, poniendo entre bambalinas su propio pensamiento, en boca del soldado Williams:
Pero si la causa no fuese justa el mismo rey tendría una pesada cuenta que arreglar, cuando todas esas piernas, brazos y cabezas cortados en una batalla se reúnan el día del Juicio Final y se pongan a gritar: «Nosotros morimos en tal lugar», algunos jurando, otros clamando por un cirujano, otros por sus mujeres sumidas en la pobreza detrás de ellos, unos por las deudas impagadas, otros por los hijos crudamente abandonados. Temo que hay pocos de quienes mueren en una batalla que mueran bien, porque ¿cómo pueden disponerse a la caridad cuando su único argumento es la sangre? Ahora, si esos hombres no mueren bien, será un asunto tenebroso para el rey que los llevó a eso, porque desobedecer era para ellos contrario a todos los deberes de la sumisión.
[Acto IV, escena I]
En palabras como éstas (nótese la transición del verso a la prosa), se percibe la «modernidad» del texto de Shakespeare, yendo más allá de la cuestión historicista (¿era factible en una crónica del siglo XV plantear estas cuestiones?) y apelando a un presente (finales del siglo XVI) en el que, pesando o no el «mito Tudor», el papel de monarquía está en el debate político. Sobre todo en la respuesta del embozado Enrique V en esa conversación a la luz de una fogata: «El rey es dueño del deber de cada uno de sus súbditos, pero cada súbdito es dueño de su propia alma». Pero Enrique es consciente de su responsabilidad, le golpea desde lo más profundo de su ser (y nótese también la vuelta al verso):
¡Sobre el rey! Que nuestras vidas, nuestras almas, nuestras deudas, nuestras
Solícitas mujeres, nuestros hijos y nuestros pecados, descansen sobre el rey.
Debemos soportarlo todo.
¡Ah, dura condición, hermana gemela de la grandeza,
Sujeta al aliento de cada imbécil, incapaz de sentir
Algo, de no ser sus propios retorcimientos!
¿A cuánta infinita paz de espíritu deben renunciar los reyes
Que los simples hombres comunes disfrutan?
¿Y qué tienen los reyes que un particular también no tenga,
Salvo el ceremonial, el ceremonial en general?
¿Y qué eres tú, ídolo de la ceremonia?
[Acto IV, escena I] [secuencia fílmica de Branagh]
Pero quizá la arenga de Enrique en Agincourt la escena que mejor recordamos todos. Una escena vibrante, con un rey admirado por todos, nobles y soldados rasos, todos juntos ante la empresa común, esa «banda de hermanos» que momentáneamente olvidan los odios y las rencillas que habían sacudido el país en los últimas décadas. Y que en el cine se ha reflejado de diversos modos: vibrante al mismo tiempo que emocionante en la versión de Kenneth Branagh, con una enorme carga patriótica en la película de Laurence Olivier (1944) o incluso intensa en películas que a priori utilizan el texto de Shakespeare para enardecer a un puñado de soldados, como en Un poeta entre reclutas (1994).

Y es con esas palabras con lo que un espectador/lector quizá impropiamente se podría quedar a la postre. Impropio porque la obra de Shakespeare trasciende lo patriótico, lo nacionalista, decíamos antes. Porque, insisto una vez más, estamos ante una obra con matices, muchos matices, con diversos mensajes, con voces discordantes. Como dice Salvador Oliva en la introducción a su traducción al catalán del texto, «como vio Northrop Fryre, cuando una obra está escrita en verso hay siempre una dualidad de sentidos: el más superficial, que es el más claramente visible, y un sentido subyacente dado por las metáforas, las imágenes y, en general, por todas las figuras, o por acontecimientos y discursos que se nos presentan ligeramente amortiguados. Y en Enrique V, los dos niveles de sentido nos aportan versiones muy diferentes de lo que está sucediendo. Bajo la apariencia de obra patriótica, si escuchamos bien las resonancias de lo que se está diciendo, sentiremos que se están cometiendo acciones terribles no sólo en Francia, sino también en Inglaterra» (pp. 548-549).

Y es verdad, y permítaseme citar las palabras de Harold Bloom al respecto: «Falstaff es el espíritu, mientras que Enrique no es más política. Pero la política se presta para un soberbio boato, y algo en cada uno de nosotros responde al regocijo de Enrique V. El militarismo, la brutalidad, la pía hipocresía, todo queda oscurecido por el carismático héroe-rey. Esto es muy conveniente para la obra, y Shakespeare cuida de que recordemos los límites de su obra» (Shakespeare. La invención de lo humano, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 392).

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