23 de junio de 2017

Reseña de El viajero accidental. Los primeros circunnavegadores en la era de los descubrimientos, de Harry Kelsey

El interés de los países occidentales por acaparar el comercio de las especias de las Indias, sin tener que pagar el peaje de los intermediarios otomanos y persas, estimuló desde finales del siglo XV los grandes viajes oceánicos en busca de una ruta directa hacia aquellas tierras lejanas: la costa de la India, los territorios que componían Indochina y, especialmente, el archipiélago malayo (Indonesia, Filipinas, Singapur, Malasia, Nueva Guinea…). La navegación a lo largo de la costa africana atlántica durante esa centuria (y antes) para encontrar un paso que llevara a la India fue alcanzando objetivos, al tiempo que se potenciaban otras rutas al interior de África por el oro y la trata de esclavos. El viaje del portugués Bartolomé Díaz (Bartolomeu Dias) logró doblar el Cabo de Buena Esperanza, en la punta sur africana, en 1488 e iniciaba los viajes que culminarían en 1497 con la expedición del también luso Vasco da Gama en 1497, siendo el primer europeo que logró realizar una ruta directa a la India. Entre medio, el genovés Cristóbal Colón, al servicio de la Corona castellana, se propuso alcanzar las Indias pero en camino inversamente opuesto al que realizaban los portugueses; y así, en octubre de 1492, alcanzó la isla de Guanahani (San Salvador) en las actuales Bahamas. En sus tres viajes posteriores, Colón no llegó a las Indias orientales, como bien sabemos, sino a un Nuevo Mundo para los europeos: América. La ocupación y colonización de América Central y gran parte de la del Sur en las décadas posteriores, con la conquista de los extensos territorios de aztecas (y sus vecinos) e incas, permitió a los españoles crear su propio imperio. Núñez de Balboa descubriría el océano Pacífico en 1513 y más adelante se crearían ciudades y puertos como Panamá y Acapulco, y los viajes desde la costa pacífica de América Central hacia Filipinas y China daría pie al “Galeón de Manila”, la ruta comercial que desde 1565 conectaría ambos lados del Pacífico. Pero nos estamos adelantando al dejarnos llevar por el recorrido de la historia: para entonces ya se habían descubierto los vientos que permitirían la ruta de regreso desde las Filipinas a la Nueva España; del mismo modo, el conocimiento de esas rutas transpacíficas hicieron innecesario un regreso desde Filipinas a Europa a través del océano Índico y bordeando el Cabo de Buena Esperanza, a la portuguesa. Se podría comerciar directamente desde Nueva España a Asia, y a la inversa. Como comenta Harry Kelsey en El viajero accidental. Los primeros circunnavegadores en la era de los descubrimientos (Pasado & Presente, 2017), «aquello marcó el fin de una era de circunnavegación fortuita: en adelante, quienes dieron la vuelta al mundo lo hicieron deliberadamente» (p. 182). 

Expedición de Magallanes y Elcano (1519-1522).
 Este es un libro de los viajes alrededor del mundo (hubo marinos que circunnavegaron el globo terrestre en dos ocasiones). Viajes en los que había mucho desconocimiento sobre las derrotas a seguir y en las que a través de una estrategia de acierto y error se lograron poner las bases de las rutas comerciales del siglo XVI; «viajeros accidentales», pues, y expediciones en las que fueron habituales las deserciones, las rebeliones para despojar del mando a sus capitanes generales, los enfrentamientos con poblaciones nativas de las islas en las que fueron recalando… y en las que a menudo se logró el premio gordo: llenar los barcos (o “el” barco, el único que fuera quedando) con especias y otros productos de enorme valor. En una monografía eminentemente narrativa, Harry Kelsey –autor, entre otras obras, de una biografía de Francis Drake publicada por la Editorial Ariel en 2002– relata las expediciones de unas cuantas décadas del Seiscientos. Básicamente son cuatro viajes. La expedición que encabezó pero no terminó Fernando de Magallanes (Fernão de Magalhães, en português) en agosto de 1519, al mando de cinco naves y con 234 hombres, y que tras su muerte en Mactán, en las Filipinas (abril de 1521) culminaría el vasco Juan Sebastián Elcano al llegar a Sanlúcar de Barrameda en septiembre de 1522. Fue la primera vuelta al mundo y estimuló nuevos viajes para alcanzar las Indias Orientales y lucrarse con el negocio de las especias. Curiosamente, Elcano fue uno de los marinos que conspiró contra Magallanes en la primera parte del viaje para apartarlo del mando; la disputa entre españoles y portugueses por el control de la expedición comenzó incluso antes de partir, y Magallanes pudo sofocar varias conatos de rebelión. 

Itinerario de la expedición de Loaísa. Fuente.
 El éxito de esta primera vuelta al mundo impulsaría la creación de una segunda expedición, que sería comandada por García Jofre de Loaísa: contó con siete naves y 450 hombres, y partió de La Coruña en julio de 1525. En esta expedición viajaría un joven Andrés de Urdaneta, que con el tiempo descubriría el viaje de regreso de Filipinas a Acapulco. El viaje de Loaísa no estuvo exento de peripecias, incluido un enfrentamiento con una nao portuguesa en aguas de Sierra Leona, y también contó con la presencia de Elcano, que durante un breve período de tiempo sucedería a Loaísa en la capitanía general de la flota tras la muerte de éste (ya cruzado el Estrecho de Magallanes); pero Elcano también murió en la travesía del Pacífico. La expedición llegó a Filipinas y exploró las Molucas; en 1528 llegaría una nave desde Nueva España, al mando de Álvaro de Saavedra, para buscar a los marinos de la flota de Loaísa, y durante varios años estuvo buscando un camino de regreso a México (por el camino murió el propio Saavedra) y lucharon contra los portugueses por el control de las Molucas. Finalmente los últimos hombres de esta expedición pudieron regresar a España en 1536, tras la venta de las Molucas a Portugal por parte de Carlos V y en un azaroso viaje. 

Como nos cuenta Kelsey, hombres como Urdaneta fueron ganando conocimientos y desde las costas pacíficas de la Nueva España se intentó en 1542 buscar una ruta directa hacia las Indias Orientales a través del Pacífico. Constituye la tercera de las expediciones que se narran en este libro, comandada por Ruy López de Villalobos como capitán general de una flota de seis naves y alrededor de 400 tripulantes. Tras atravesar el Pacífico y explorar una serie de islas, Villalobos alcanzó Mindanao, en las Filipìnas, en febrero de 1543 y realizó diversos viajes de exploración por las Molucas hasta su muerte en 1546, prisionero de los portugueses. La flota alcanzaría las costas de Nueva Guinea, en mayo de 1545, en los intentos por regresar a Nueva España, y los restos de la expedición finalmente pudieron regresar, tras no pocas peripecias, a España en agosto de 1548. 

Los viajes de Saavedra, Villalobos, Legazpi y Urdaneta, según Francisco Morales Padrón. Fuente.
 Entre los que regresaron estaría Andrés de Urdaneta, cada vez más curtido, y que formó parte de la última expedición “accidental” que narra Kelsey: la que lideró Miguel López de Legazpi y partió del puerto de Navidad, en la costa pacífica de Nueva España, en septiembre de 1564 y cuya derrota inicial debía ser hacia Nueva Guinea, aunque contaba con órdenes secretas que, una vez superadas 140 leguas de viaje, se abrirían y descubrirían el auténtico rumbo: hacia las Filipinas. De hecho, esta expedición es la que inicia la conquista de las Filipinas para la corona de Felipe II. El viaje cumplió las expectativas y se llegó a las Filipinas, y fue en el regreso a Nueva España cuando se descubrieron los vientos alisios que permitían llegar a Acapulco en septiembre de 1565. De esta manera, se cerraba el círculo inicial: habría más vueltas al mundo (Kelsey en un capítulo final traza los viajes de Francis Drake y Thomas Cavendish, en las décadas de 1570 y 1580, plagados de saqueos y ataques a puertos. Para entonces, dar la vuelta al mundo ya no tenía mérito. 

Con su libro, Kelsey muestra lo que supusieron aquellos primeros viajes de circunnavegación del globo terrestre: éxito a la postre, sí, pero para los pocos supervivientes que pudieron regresar a casa, tras sobrevivir al escorbuto y otras enfermedades (la mortalidad en estos primeros viajes, como se puede suponer, fue elevada). La pugna de Portugal y Castilla (luego la Monarquía Hispánica) por controlar las rutas comerciales a las Indias se trasladaron a las integrantes de las flotas de estos primeros viajes, especialmente en la de Magallanes, que tuvo que ceder en varias ocasiones para que la cantidad de marinos lusos que había colocado no fuera causa de mayores enfrentamientos con los españoles, y aun así no se libró de conspiraciones y motines durante el viaje. Los combates contra los portugueses instalados en factorías en las Indias Orientales fueron constante y a menudo acabaron mal para los viajeros españoles (caso de Villalobos, por ejemplo). El conocimiento de la lengua de los nativos en las Molucas y Filipinas también fue esencial; contar con un intérprete que fuera “de fiar”, no siempre fue fácil, como demostró el caso de Enrique de Malaca, esclavo de Magallanes que, a su muerte, quizá pudo conspirar con el rey de Cebú para acabar con los españoles (de cualquier modo, no le sobrevivió demasiado tiempo a su amo); y de cualquier modo siempre hubo enfrentamientos sangrientos, ya fuera en las Molucas, ya en las diversas islas que jalonan el Pacífico y en las que, como si de saltos de rana se tratase, los viajeros fueron recalando en busca de alimentos y agua. Las rebeliones internas, como se ha mencionado, fueron intensas en la expedición de Magallanes, pero también acabaron a menudo en deserciones: algunas naves se fueron descolgando y regresando (o más bien desapareciendo para siempre) en las flotas de Loaísa y Villalobos. Y encontrar los vientos y corrientes adecuados, subiendo algunos grados en la latitud, fue imprescindible para encontrar las rutas de regreso de un lado a otro del Pacífico.

Las corrientes y vientos marinos en las rutas oceánicas. Fuente.
Además de la narración detallada de las expediciones, tan intrépida como las propios viajes, el libro de Kelsey tiene el aliciente de ofrecer una particular prosopografía de los viajeros que comandaron o se unieron a las diversas flotas en un apéndice final rico en detalles, y que rescata los nombres y peripecias de muchos de aquellos viajeros, no tan conocidos como sus comandantes. Se nota que el autor se ha empapado a fondo de una labor de archivo y documentación de fuentes primarias –una lectura de las notas lo certifica– y el resultado se percibe a lo largo de un volumen que se lee con viveza y con rapidez (el tamaño de letra también ayuda). Se trata, pues, de un libro que a priori tiene una pátina de ligereza en su lectura, pero a la que se ahonda un poco aporta una imagen muy viva (y más compleja) de unos viajes alrededor del mundo que fueron más allá de la imagen que ha perdurado. Un libro ideal para llevarse de vacaciones y leer en la playa, por qué no: el tema bien lo merece.

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