28 de febrero de 2017

Crítica de cine: Jackie, de Pablo Larraín

El asesinato de John F. Kennedy golpeó a toda una nación el 22 de noviembre de 1963… sobre todo a su familia y su viuda, Jacqueline “Jackie” Kennedy Bouvier, que vivió muy de cerca el magnicidio. Tras una visita previa a Fort Worth, el día antes, el Air Force One aterrizó cerca del mediodía en el aeródromo de Love Field, en Dallas, y tras la recepción de autoridades habitual, la pareja presidencial se acomodó en una limusina Lincoln Continental, en la parte trasera, mientras el gobernador de Texas, John Connally y su esposa se sentaron justo delante. Se preparó una comitiva que, a través de las principales calles de la ciudad, debía conducir al presidente al Dallas Trade Mart, donde estaba prevista una comida y un discurso por parte de Kennedy. A las 12:30 la comitiva, que venía por Main Street, giró por Houston Street para cruzar después la Dealey Plaza por Elm Street. Los disparos, que según la versión oficial de la Comisión Warren procedieron del Almacén de Libros Escolares de Texas, en una esquina de la plaza, fueron tres. El primero falló la trayectoria e hirió levemente a James Tague, situado cerca del paso elevado de las vías, al fondo de la plaza. El segundo disparo, como mostró la grabación de Abraham Zapruder, situado en la plaza, alcanzó a Kennedy en la espalda y salió por el cuello; el público asistente pudo ver como dejaba de saludar y se llevaba las manos al cuello, atendido por una sorprendida Jackie, a su lado; el gobernador Connally, que sujetaba su sombrero con una mano, se giró y se dice que murmuró “¡Oh, Dios mío, nos van a matar a todos!”. El tercer disparo, letal y que no pudo ser efectuado desde atrás (donde quedaba el edificio del Almacén de Libros Escolares), impactó en el lado derecho de la cabeza de Kennedy, que literalmente estalló, dejándose caer en el regazo de Jackie. Esta, sin pensárselo, se levantó inmediatamente para recoger fragmentos del cráneo del presidente, asistida por un agente del Servicio Secreto, en la parte trasera de una limusina que se dirigía, bajo el paso elevado, hacia un nuevo destino: el Hospital Parkland, donde a las 13 horas se certificaría la muerte del presidente: llegó Kennedy cadáver al hospital y junto a él estaba Jackie, tapando con las manos la monstruosa herida en la cabeza para que no saliera la masa encefálica. Su vestido, de color rosa, quedó manchado de sangre en la falda, así como hubo restos de sangre y el cerebro de Kennedy en las piernas y el rostro de la Primera Dama. Las imágenes por televisión, en blanco y negro, no permitieron ver esa sangre en el vestido. De esa guisa, con apenas lavado parte del rostro, Jackie asistió, ya en el Air Force One de regreso a Washington, al juramento de Lyndon B. Johnson como nuevo presidente de los Estados Unidos de América.


En Jackie, la película del chileno Pablo Larraín, y cuando uno ya no lo esperaba, veremos una rápida recreación de la secuencia final del magnicidio. Poco después veremos a Jackie (Natalie Portman), limpiándose parte de la sangre en su rostro, en un impactante primer plano, en el lavabo del Air Force One, mientras solloza con fuerza. Una asistente le sugiere cambiarse el vestido, para que cuando aterricen en la base de Andrews, a las afueras de Washington, la prensa y las cámaras de televisión no capten las manchas de sangre. Ella se niega: “que vean lo que han hecho”, dice, tras mencionar los carteles con la frase “Se busca” en una diana y demás amenazas a su marido a lo largo del traslado en coche por las calles de Dallas. La rabia de la que dejó de ser Primera Dama en el momento en el que moría su marido y el vicepresidente Johnson juraba el cargo de presidente era palpable en esas palabras. Una rabia que se mezcla con el dolor por la pérdida y especialmente el miedo; el pavor de quien ha visto, a escasos centímetros, el asesinato de su esposo, y un miedo por el bienestar no sólo de su propia persona sino también de sus dos hijos pequeños, Caroline y John Jr. Pero, junto a estas emociones, Jackie comienza a crear de manera consciente un storytelling sobre el funeral de estado que tendrá lugar tres días después del asesinato. Un “protocolo” que incluirá, tras permanecer el ataúd en la East Room de la Casa Blanca durante un día, llevar el ataúd desde las Casa Blanca a la Rotonda del Capitolio, donde sería expuesto para que le prestaran sus respetos los ciudadanos de la capital durante casi otro día, para, finalmente, en la mañana del 25 de noviembre ser trasladado a la Catedral de San Mateo en una procesión a pie por el centro de Washington: el armón con el ataúd, seguido de un caballo negro sin jinete (siguiendo el ejemplo del funeral de Abraham Lincoln, aunque Kennedy no solía montar a caballo), la viuda y los hermanos del presidente, el resto de familiares y los dignatarios extranjeros que acudieron al funeral, con Charles de Gaulle entre ellos, vestido con uniforme militar de gala. Después de la misa de réquiem, el ataúd fue llevado al cementerio de Arlington (Jackie se negó a que su marido fuera enterrado en el panteón de los Kennedy en Boston), donde se buscó un lugar, en la ladera de la colina que lleva a la casa-museo de Robert E. Lee, y se instaló una “llama eterna” alimentada por un camuflado tanque de propano. Una llama que nunca se apagaría, como se esperaba que no desapareciera el recuerdo de un presidente asesinado… y de su legado. William Manchester, en Muerte de un presidente (1967), recogió con gran detalle los sucesos anteriores y posteriores al asesinato, así como el proceso de “elaboración” del funeral de Kennedy, incluyendo el asunto de la “llama eterna”, que provocó no pocos quebraderos de cabeza a las autoridades. 

Jackie, como se relata en la película, se obsesionó por crear un ritual que remarcara la excepcionalidad del acto; consultó decenas de libros acerca de funerales de estado anteriores, como el de Lincoln, para elaborar una liturgia que debería pasar a la historia. Y lo hizo. En esta película, el chileno Larraín no se preocupa tanto de mostrar de manera lineal los días posteriores al asesinato de Kennedy y cómo afectaron a su viuda: a través de un particular juego de matriohskas y de espejos que se miran al espejo, Larraín muestra varios momentos vividos por Jackie. El asesinato y las horas inmediatamente posteriores, incluido el regreso a Washington. Una entrevista con un periodista de la revista Life (Billy Crudup), en la residencia de los Kennedy en Hyannis Port una semana después, en la que una Jackie consciente de su papel como viuda insiste en controlar todo aquello que el entrevistador querrá registrar por escrito; Jackie como icono (“la viuda de América”) ya se fija de manera permanente. Un encuentro con un sacerdote (John Hurt, en uno de sus últimos papeles), conversando alrededor de la muerte, el miedo y cómo sobrellevarlo. Y fragmentos del documental A Tour of the White House with Mrs. John F. Kennedy, que Jackie grabó para la cadena CBS, y se emitió el 14 de febrero de 1962; un “paseo” por el interior de la Casa Blanca, de la mano de Jackie, que describió con detalle los cambios en la decoración que anteriores Primeras Damas realizaron, así como los suyos, y que también mostraba las joyas artísticas que albergaba la residencia del presidente de los Estados Unidos. 

Este collage de momentos e imágenes –a las que cabría añadir la visita previa de Jackie a Arlington para escoger la parcela donde se enterrar a su marido (embarrándose los pies en un día lluvioso), el concierto del violonchelista Pablo Casals en la Casa Blanca y un baile oficial– se mezcla con fragmentos del musical Camelot, estrenado en Broadway en 1960 y protagonizado por Richard Burton (se escucha su voz cantando) y Julie Andrews, y que para Kennedy y su “corte” se convirtió en una metáfora de su propia presidencia. Jackie le cuenta al periodista que una canción del musical era una de las favoritas de su marido y que siempre la ponía por las noches antes de irse a dormir. En esta canción, ya al final del musical, se decía: “No olvidemos / que una vez existió un lugar / que durante un breve pero brillante momento fue conocido como Camelot”. El mito de una corte fastuosa, llena de glamur, como el propio Kennedy quería para su presidencia. Una presidencia interrumpida y con un legado escaso, muy escaso, como se lamentará su hermano Robert “Bobby” Kennedy (Peter Sarsgaard) en un momento del filme. Para Jackie ese sueño de Camelot ya no volvería: “Nunca volverá a haber otro Camelot. Habrá otros grandes presidentes, pero jamás volverá a haber otro Camelot”, le dirá al periodista. Camelot hecho pedazos en una limusina, le faltó añadir. 

La leyenda de Camelot, la presidencia inacabada (como recogió Robert Dallek en una biografía de Kennedy muy recomendable), el rencor de Jackie y Bobby Kennedy hacia el ambicioso e insensible Lyndon Johnson (que apenas pudo esperar unos días a que Jackie “desalojara” la Casa Blanca para ocuparla él y su equipo), las discusiones acerca de la procesión a pie que Jackie insistía en realizar, el miedo de la viuda por su seguridad personal, su consciente intención de crear una imagen de sí misma y de su marido como iconos de una época, el velado menosprecio de Jackie respecto a esos Kennedy “paletos” que apenas apreciaban la cultura y que sólo eran “nuevos ricos” (olvidando la propia Jackie que su familia, por muy glamuroso que sonara el apellido Bouvier, no era muy diferente en cuanto a arribismo social de los Kennedy; y aunque ella tuviera una educación y unos gustos muy refinados), sus momentos en soledad en el dormitorio de la Casa Blanca las noches posteriores… todo ello se muestra de manera fascinante en esta película. Un juego de muñecas matrioshkas, comentaba antes, y así definiría las diversas capas que subyacen en un guion preciso y con las piezas mecánicamente instaladas en su interior. Pero, sobre todo, destaca una Natalie Portman que no “recrea” ni imita al personaje real e histórico –del que consigue captar la manera de hablar, susurrada y casi hipnótica, en el tour televisivo por la Casa Blanca–, sino que lo crea, lo llena con fuerza y lo hace tan poliédrico como la propia Jackie Kennedy quiso hacerlo con el icono que elaboró para sí misma. 

El atrayente guion de Noah Oppenheim, un sobrio trabajo de Larraín en la dirección, la música de Mica Levi y especialmente Natalie Portman son lo mejor de una película muy pero que muy recomendable, sobre todo si a uno le interesa acercarse a la construcción de un mito presidencial. No es un biopic de Jackie, ni tampoco un mero retrato personal: es un interesantísimo “viaje” a la leyenda que Jackie construyó en medio de la sangre, el trauma y el pavor. Y la ambición. Fascinante…

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