24 de enero de 2015

Crítica de cine: Whiplash, de Damien Chazelle

En 2013 se estrenó Grand Piano, película de Eugenio Mira con guion de Damien Chazelle, y aunque pasó algo desapercibida por las salas de cine españolas, tenía suficientes alicientes para tenerla en cuenta. La historia de un pianista en crisis (Elijah Wood), atormentado por una obra imposible (“La Cinquette”) y que tras un tiempo volvía a subirse a los escenarios, llamaba la atención. Y lo hacía por el estilo de thriller à la Hitchcock, con una trama que se tensionaba cuando un anónimo personaje (John Cusack) le chantajeaba con matar a su novia si no tocaba la dichosa pieza a la perfección; la cosa se complicaba pues el villano no aparecía en escena, sino que oíamos su voz: se ponía en contacto con el pianista a través de un pinganillo y lo llevaba de un lado a otro en pro de sus objetivos. La tensión se dosificaba bien, la música era especialmente destacable (magnífico score de Víctor Reyes), el eco hitchcockiano se revelaba acertado… pero todo el edificio se derrumbaba, como un castillo de naipes, en la media hora final de la película. Y el espectador, en este caso servidor, se quedó con la sensación de que le habían estafado. Pero esa primera hora de película, sólo esa primera hora redimía una película que fracasaba en lo más importante de un thriller: una resolución de altura o mínimamente eficaz. Pensaba anoche en Grand Piano mientras veía Whiplash, una de las películas destacadas de este inicio de 2015 en los cines de nuestros lares… y lo hacía porque Chazelle, guionista de la película de Mira, es el director y escritor de esta otra cinta. Una película que comenzó como cortometraje, al no conseguirse inicialmente el dinero necesario para hacer un largo, y que ahora, convencidos los productores, llega en formato extendido. Y pensaba especialmente en lo divergentes que son ambas películas…

Divergentes pues mientras que Grand Piano se afianzaba en su primer tramo para caer estrepitosamente en la resolución, con Whiplash sucede lo contrario. La película cuenta el deseo de triunfar de Andrew Neiman (Miles Teller), estudiante de jazz de primer año en una prestigiosa escuela de música neoyorquina. Andrew toca la batería, siente pasión y devoción, así como lo establece como un modelo a seguir, por Buddy Rich. La música lo es todo para él. Tímido y apocado, esconde una enorme ambición y una ira que puede ser incontrolable. Su némesis será Terence Fletcher (J.K. Simmons), un durísimo profesor de la escuela. Durísimo quizá no sea la palabra: un villano, un demonio, un tipo que maltrata verbal y físicamente a sus alumnos. Una leyenda viva, sí, pero también un tipo horrible capaz de llevar a la depresión y quién sabe si la muerte a algún que otro alumno. La película plantea en su desarrollo inicial una trama que hasta cierto punto parece ya vista: el alumno y el maestro, la pugna entre dos personalidades, el choque de dos trenes a toda velocidad. De hecho, esa trama y esos dos personajes evocan, por un lado, a la Nina de Cisne negro (Natalie Portman) de Darren Arofnosky, la bailarina que ambiciona ser la primera bailarina de la compañía de danza que dirige Thomas Leroy (Vincent Cassel); y por otro, al sargento Hartman (R. Lee Mery) de La chaqueta metálica, sus insultos, su desprecio por los reclutas que tiene que adiestrar antes de enviarlos al infierno de Vietnam. Andrew es el reverso masculino de Nina: también fuerza al límite su talento, castiga su cuerpo (en este caso, las manos que sostienen las baquetas), mentalmente entra en una deriva autodestructiva. Y como el sargento de la película de Kubrick, Fletcher es pura violencia verbal, dominio absoluto de la banda que dirige, dictatorial e implacable. Demasiado, incluso. La formación de Andrew bajo la batuta de Fletcher es brutal, exacerbada, agónica; incluso su vida personal se resiente y todo por llegar a ser el batería titular de la banda de jazz del conservatorio y bajo las órdenes de Fletcher.


Pero esta trama, clásica en ciertos aspectos, poco a poco me irrita: además de sensación de dèjà-vu, lo que veo no me acaba de convencer. Me desconcierta, pero sobre todo me irrita. Pero me interesa también. Sensaciones encontradas. Y es en el último tramo de la película, cuando conocemos un poco mejor a Fletcher (conversación con Andrew tras un punto sin retorno) y cuando asistimos a esa secuencia del concierto final, el momento en el que la película definitivamente me atrapa y, a la postre, me anonada. Por ello pensaba en Grand Piano, siendo este Whiplash el contrapunto: allí era un final que deslucía una primera buena hora de film, aquí es el ese desenlace el que, en mi opinión, redime lo que hasta entonces no dejaba de ser una pelea de gallos, una lucha entre el maestro y el aprendiz, un desgaste físico y mental de una persona que hace lo imposible por alcanzar su sueño: triunfar. Y triunfar por uno mismo y por encima de otros. Chazelle nos habla del sacrificio, de lo que significa el éxito gracias a ese sacrificio personal; nos habla de la importancia de no escuchar los cantos de sirena, de aprender de las críticas negativas y de sobreponerse a los desastres personales. Esa sangre en las baquetas o el tambor, ese sudor sobre los platillos... la viscosidad del sacrificio. Pero, ¿hasta qué punto es lícito ese sacrificio? ¿Hasta qué punto el maestro puede degenerar en un tirano brutal que maltrata y veja a sus pupilos? ¿Todo vale por alcanzar ese éxito? Quizá Fletcher sea un villano de los que hacen historia, pero sin conocer por qué es tan “malvado” con sus alumnos el personaje quedaría cojo, plano, superficial. Del mismo modo, Andrew no es precisamente el alumno con valores positivos y que encuentra en el éxito la culminación de un trabajo, una dedicación constante y el esfuerzo que merece la recompensa; su ambición le ciega, su ego le traiciona, su fortaleza mental es aparente. Chazelle escoge dos piezas clásicas del jazz, “Whiplash” y “Caravan”, como leitmotiv personal de la trama, y ambas juegan un rol especial en el desarrollo de la misma, de las ambiciones de los dos personajes enfrentados. Y consigue llevarlas al límite, como hace con los personajes, para contarnos una vieja historia aunque con nuevos matices.

Desconcertante película, extraña e incómoda, y que sin embargo acaba trascendiendo las sensaciones encontradas del espectador (servidor al menos), para construir una cinta que deja poso, que sigues teniendo en la cabeza y que te gusta y te disgusta a partes iguales. Quizá por ello me acabó fascinando algo que, si sólo fuera por su primera hora de metraje, me habría parecido una película ya vista, ya deglutida y pronto olvidada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este tipo de historias me parecen muy motivantes, creo que Whiplash es una película que deja una buena enseñanza a quien la ve y es no darse por vencido y luchar por lo que uno quiere.