20 de diciembre de 2014

Crítica de cine: Mr. Turner, de Mike Leigh

Quizá Mike Leigh sea uno de los directores británicos de cine (y teatro, que fuera del Reino Unido se nos escapa) más interesantes de las últimas décadas. Su cine no es fácil ni se podría incluso decir que sea "entretenido" (si por tal entendemos "cine de palomitas"), pero es enormemente sensible. Sus dramas contemporáneos, con personajes atormentados, una mirada a las clases medias-bajas y una pátina de pesimismo vital en el que brota tímidamente la esperanza pueden espantar a espectadores que simplemente buscan evasión en una sala de cine. Secretos y mentiras (1996), quizá su mejor película (y una de mis favoritas), es una magnífica aproximación a una familia que, tras esos secretos y mentiras del título, buscan la felicidad y la redención por encima de todo; ideas que plantearía de nuevo en Todo o nada (2002), duro drama familiar y social que ahondaba aún más en esa aproximación al lumpen y a la desesperación. Con Mr. Turner, Leigh se aparta de sus temas habituales para acercarse a un drama histórico, un biopic peculiar y (gracias sean dadas) diferente: los últimos 25 años de vida (y obra) de John Mallord William Turner (1775-1851), el "pintor de la luz", el hombre que prefiguró en tierras británicas, y dentro del Romanticismo, la llegada del Impresionismo. Un pintor excéntrico, desagradable, obsesionado por la naturaleza y el modo en el que ésta cambia, por sus efectos en la humanidad, por la luz, por encima de todo. "El Sol es Dios", clamó antes de morir, apagándose su propia luz.

Como podíamos esperar, Mr. Turner es una película larga (que puede hacerse larga) e intensa, como suelen ser los filmes de Leigh. Timothy Spall, su actor fetiche, se mete en la piel del pintor en esas dos décadas y media finales de su vida. Y lo hace con convicción y mostrando a un tipo que podía ser muy desagradable y al mismo tiempo un ídolo para sus contemporáneos. Turner no se casó nunca pero tuvo dos hijas ilegitimas de las que apenas se preocupó nunca (tampoco de la madre de ellas, Sarah Danby) y vivió durante mucho tiempo con una criada, Hannah (nieta de Sarah), a la que también utilizaba para sus desahogos sexuales. Amaba a su padre, un barbero que una vez retirado vivió con él como ayudante, y mantuvo una relación con Sophia Booth, dueña de una casa en Margate, donde solía acudir para pintar paisajes, y con la que compartió vivienda en Chelsea en sus últimos años (sin que Hannah ni su familia lo supieran). Spall interpreta a un Turner egoísta, preocupado sólo de su arte, extravagante en sus modales (y en su manera de pintar); un tipo que gruñe más que habla (se perderán muchos matices en el doblaje, no sólo de Turner sino también de otros personajes, como las afectadas maneras de John Ruskin, las rarezas de Benjamin Haydon, la delicadeza provinciana de la señora Booth o el esnobismo de los críticos y pintores de la Royal Academy of Art).

La película destaca, además de por la excelente interpretación de Spall (que merecidamente ganó un premio en el Festival de Cannes de este año), por una cuidada puesta en escena (unos decorados e interiores muy bien logrados), y especialmente por la fotografía y la composición y utilización de la luz. La luz que siempre obsesionó a Turner, que le hacía pintar de esa manera tan innovadora, tan personal y en ocasiones tan poco apreciada por sus coetaneos (la reina Victoria desdeñaba suas cuadros e, indirectamente, con sus críticas, alimentó el desprecio que la obra de Turner despertó entre los estetas de la época en sus últimos años de vida). Hay planos y encuadres que reflejan perfectamente algunos de los cuadros de Turner (algunas escenas de mar, su alabadísimo cuadro El Temerario remolcado a dique seco, 1839). Leigh nos muestra constantemente a Turner buscando paisajes, escenarios naturales, horas del día en las que la luz es esencial e incide de un modo determinante en la naturaleza (y en el hombre). No es inmune a los cambios tecnológicos e incluso siente curiosidad por la fotografía, acudiendo a un estudio para que le hagan un par de daguerrotipos; sin duda la curiosidad no está exenta de cierto escepticismo (muy propio de la época) ante un nuevo medio que, en su opinión, no capta la verdadera esencia de la luz. También el ferrocarril, en plena expansión, llama su atención: los efectos de la velocidad, el humo y cómo se crean nuevas texturas en la naturaleza se reflejan en otra de sus obras principales (Lluvia, vapor y velocidad, 1844). En algunas de estas secuencias (y cuadros), Leigh nos ofrece una mirada intensa sobre el arte de Turner. Un arte que para él debía ser patrimonio de todos los británicos (la Tate Gallery posee actualmente unos veinte mil cuadros del pintor), que estaba más allá de las críticas (en ocasiones muy esnobistas) de los críticos de su época (es interesante la manera en que Turner pasa de ser una estrella a un defenestrado ídolo a lo largo de la película).

No es una película que pueda "atrapar" a cualquier espectador. De ritmo dosificado y pausado, para muchos será lenta (se hace larga, es cierto, pero no es para nada aburrida ni pesada). Nos muestra, sin necesidad de seguir los parámetros del biopic habitual, a un pintor extraño (que posiblemente fuera consciente de ello), de maneras rudas e incluso desagradables; un hombre atormentado por la obsesión por el arte (capaz de amarrarse al mástil de un barco, según una anécdota probablemente apócrifa, para poder ver una tormenta en alta mar y luego poder pintarla sobre un lienzo). Nos aproxima a un período en el que algunos avances tecnológicos (el barco a vapor, el ferrocarril, la fotografía incipiente) comenzaban a cambiar la mentalidad de la gente y a modular la vida cotidiana; una época en la que se dejaban atrás aberraciones como la esclavitud, aunque podían seguir existiendo actitudes de poder entre las personas. Un tiempo en el que el arte clásico comenzaba a dar un viraje hacia las vanguardias de la segunda mitad del siglo XIX. Hay un momento en el que Turner podía percibir esos cambios, aunque desde otra perspectiva en una visita a la Royal Academy ve cómo pinturas de los prerrafaelitas comienzan a llenar las salas y el espectador capta en su mirada la extrañeza por el nuevo estilo y su no disimulado rechazo por un estilo que podía considerar amanerado y exagerado en cuanto a la manera de reflejar las actitudes humanas: él, que siempre fue un pintor de la naturaleza, se sentía desconcertado ante esas pinturas. De un modo similar a cómo sus coetáneos podían sentirse ante sus propias pinturas...

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