1 de noviembre de 2014

Reseña de Julio César. Un dictador democrático, de Luciano Canfora (I)

Nota: Visto lo que me estoy "enrollando" con esta reseña (que me temo no es tal), la dividiré en dos partes, para hacerla más legible. Luego las uniré en un solo documento en PDF.

Sobre Gayo Julio César (c.100-44 a.C.) suelen hacerse análisis que en ocasiones tienden a la hipérbole. Líder político, caudillo militar, creador de su propia propaganda, mito y leyenda antes y después de los Idus de Marzo. Alfred North Whitehead dijo una vez que la filosofía occidental no deja de ser una serie de notas a pie de página del pensamiento platónico; ¿podríamos pensar en que el cesarismo fue la hoja de ruta de militares y políticos en los últimos veinte siglos? Etiquetas reduccionistas al margen, lo cierto es que la memoria y el exemplum de César ha estado presente, de un modo u otro, en el pensamiento y la praxis política de la historia universal desde hace mucho tiempo. Pero, ¿qué César tenemos en mente? ¿El ambicioso y escurridizo político popularis que tiene su propia agenda? ¿El insaciable conquistador de las Galias o el hombre que lucha por defender su dignitas y en defensa de los tribunos de la plebe, y que al cruzar el Rubicón se pone al margen de la ley o la defiende de esa factio paucorum que ha tratado de subvertirla a su antojo? ¿El hombre que aspiraba a la tiranía (adfectatio regni) o el salvador y purificador de la República? ¿El autor de unos Commentarii que eran mucho más que una serie de despachos oficiales enviados al Senado y/o una «versión» de la (interminable) guerra civil de los años 49-45 a.C., o el furioso inspirador de un panfleto en contra de Catón (Anticato), su más irreductible enemigo y símbolo de una manera de entender la República a la antigua usanza? ¿El pérfido procónsul que causó un genocidio en las Galias o el talentoso comandante militar que en la gran rebelión gala del año 52 a.C. realizó las más impresionantes obras de poliorcética hasta entonces conocidas por los romanos? Probablemente en César haya muchos Césares (y algún Mario, parafraseando a Sila), y bastantes de ellos (por no decir todos) sean los anteriormente prefigurados. Bertolt Brecht, mientras preparaba su inacabada novela Los negocios del señor Julio César, anotó: «Escribiendo el libro de César debo estar atento a no creer ni siquiera por un instante que las cosas tuvieron que suceder por fuerza como han sucedido» (Arbeitsjournal, 23 de julio de 1938; publicados en Frankfurt del Meno en 1973). Que Luciano Canfora comience su (no estrictamente) biografía Julio César. Un dictador democrático (Ariel, 2014 [1999]) con esta cita no es fruto de la casualidad, sino una primera conclusión: hay mucho que decir y mucho que entresacar de fuentes, historiografía y mitos sobre Gayo Julio César.

Luciano Canfora (n. 1942).
Estamos, de entrada, ante una biografía que no se ciñe exclusivamente a este género, y aun así adopta sus ropajes. Como la biografía plutarquiana del personaje, Canfora inicia su relato con el joven César huyendo de Sila, durante los tiempos de la dictadura de éste. A lo largo de los diversos capítulos, y a medida que avanza la «vida» del personaje se analizan múltiples aspectos. No voy a tratar de resumir y/o glosar los contenidos del libro en esta reseña, lo anticipo. Por otro lado, y esta es un aviso a navegantes, esta no es una biografía para neófitos en la materia. Canfora realiza una profunda crítica textual y presupone en el lector algunos conocimientos previos: no se va a detener a explicar conceptos, instituciones, procesos o incluso a presentar a los diversos personajes. A ratos puede parecer una lectura algo densa, teniendo la sensación el lector de que se pierde algunos detalles; yo mismo tuve esa sensación al leer la primera edición castellana de este libro en 2000, y sin embargo ya me pareció entonces un libro que convenía releer pasado un tiempo. El tiempo, más el bagaje de lecturas, me ha permitido disfrutar de esta relectura, induciéndome a reflexionar sobre muchos y diversos aspectos que aparecen en este libro. Algunas de esas reflexiones son las que planteo en lo que queda de una reseña que me temo que va a ser algo diferente a lo que habitualmente suelo escribir. Pues el libro lo merece.

1.- César y los populares. Tendemos a ver las facciones políticas de la República romana, especialmente en su último siglo, como compartimentos estancos. Populares y optimates, dos grandes bandos enfrentados. Ya José Luis Romero en su tesis doctoral (recientemente reeditada por Fondo de Cultura Económica e incluida en el volumen titulado Estado y sociedad en el mundo antiguo) hablaba de las diferencias en el seno de la nobilitas de la época de Escipión Emiliano y los Gracos, a mediados del siglo II a.C., y hablaba, en el seno de quienes apoyaban a estos últimos, de una «generación ilustrada» o de «Ilustración» a secas para distinguirlos de sus opositores (y a los que se uniría un «ilustrado» como Escipión Emiliano, cuñado y primo de los dos hermanos tribunos de la plebe); y la propia distinción reflejaba la propia artificialidad de las facciones de la época. Una artificialidad que, en cierto modo, remite a la temporalidad de las facciones políticas: cada político en danza y con cierta influencia en el Senado y entre los votantes de las primeras dos clases formaba sui propia factio, adaptada a una serie de circunstancias determinadas que no eran inmutables y que podían variar en sus intereses y actuaciones en función de la agenda política. Si miramos a los políticos del siglo I a.C. encontraremos alianzas (amicitiae) cambiantes, aunque dentro de unos parámetros ideológicos más o menos estandarizados. 

Gneo Pompeyo Magno (106-48 a.C.).
Quizá el caso de volte-face constante y más evidente sea el de Pompeyo Magno: hijo de un cónsul ambicioso y de orígenes provincianos (Picenum), Pompeyo levanta la bandera de Sila cuando este desembarca en Italia en el año 83 a.C., si bien los lazos políticos con la factio de Cinna en los años precedentes habían sido más que evidentes (matrimonio de conveniencia o de “última llamada” con la hija de un pretor cinnano que consiguió su absolución en un proceso político). Silano durante la dictadura, aunque cada vez más alejado del dictador por sus propias ambiciones –Jérôme Carcopino, en Sylla ou la monarchie manquée (1931) establece (o fabula con) la conexión de Pompeyo con los Metelos (principal soporte de un dictador que no logró construir per se una factio política propia) para defenestrar a Sila cuando este, según él, trataba de establecer una cuasi monarquía en Roma–, la carrera posterior de Pompeyo alterna durante la década de los años 70 a.C. entre el servicio interesado al Senado (mandos extraordinarios contra Lépido y Sertorio) y la adscripción a los conservadores que trataban de mantener incólume la «constitución» silana con simpatías (también interesadas) con las demandas populares (¿o populistas?) de restablecer los poderes de los tribunos de la plebe (si bien Sila no les había arrebatado el más importante: el veto o ius intercessionis, aunque, claro está, limitó su alcance). Cónsul popularis en el año 70 a.C. junto a Craso, apoyó esta restauración tribunicia y en la década siguiente abandonó el barco optimate para, tribunos de la plebe mediante, conseguir nuevos y aún más extraordinarios mandos militares (campaña pirática, campaña mitridática, con un imperium maius como espolón de proa). Tratando de encontrar apoyo entre los conservadores a su regreso de Oriente a sus acta provinciales, Pompeyo se acercó a Catón, encontrando sólo rechazo, y lanzándose entonces a los brazos de César y (de mala gana) Craso para poner en pie una amicitia privada con consecuencias en lo público: el mal llamado «primer triunvirato» que decidió y repartió consulados y provincias durante la mayor parte de la provincia de la década de los años 50 a.C. entre los tres hombres y sus aliados; la rúbrica sería en el más tradicional de los mecanismos políticos de la amicitia: el matrimonio de Pompeyo con Julia, hija de César. La ruptura del pacto, tras la muerte de Craso en el desastre de Carrae y la muerte de Julia (53 a.C.), y a pesar de los intentos de César de renovarlo con otra oferta matrimonial (su sobrina nieta Octavia), se produjo sin embargo paulatinamente, con el acercamiento de Pompeyo a los catonianos (cada vez más desconfiado de un César que se igualaba a él en cuanto a gloria militar con sus campañas galas), y puede cimentarse en su designación como cónsul sine collega en el año iniciado sin cónsules designados y tras los disturbios producidos por el asesinato de Clodio (52 a.C.). Una alianza, con todo, más endeble que la mantenida con César, pues ni Pompeyo se fiaba de Catón y los suyos, ni éstos de él; y que también quedó rubricada con el matrimonio de Pompeyo con Cornelia, hija de Metelo Escipión, a quien no casualmente designó como colega consular para los últimos meses de ese convulso año.

Se podrá argüir, sin embargo, que Pompeyo era un caso excepcional. En parte, pero su permeabilidad y provisionalidad evidenciaban, aunque con más ruido, la sutil naturaleza de las alianzas cambiantes que, sólo con echar la vista atrás, encontramos en la época de los Gracos, e incluso antes: Tiberio Sempronio Graco pater «cambió de bando» al casarse con la hija de Escipión el Africano y a lo largo de su matrimonio con ésta no mantuvo una línea política inamovible; e incluso un político voluble como Lucio Marcio Filipo, a un tiempo tribuno de la plebe al servicio de Gayo Mario y un tiempo después cónsul (91 a.C.) arremolinado en el sector más conservador (su hijo, aliado de César y futuro padrastro de Octaviano, valoró más la no adscripción furibunda a una facción, a pesar de ser motejado de epicúreo y «piscinarius», considerado un diletante para su yerno Catón y abrazando la doctrina de «nadar y guardar la ropa»). De este modo, pues, podemos concebir las etiquetas «populares» (hombres cercanos al pueblo, favorables al pueblo) y «optimates» (hombres excelentes, los mejores hombres u hombres buenos, llegando al concepto ciceroniano de los «boni») más como lemas y elementos de propaganda en autores como Cicerón y Salustio (ambos, no casualmente, políticos en algunas etapas de su vida). Pero etiquetas de grupos no necesariamente estancos: al contrario, había diversas facciones entre los populares e incluso entre los optimates. Pongamos un ejemplo para la supuesta «representatividad» de estos últimos. En la votación que el tribuno de la plebe Curión (comprado por César) impone a finales del año 50 a.C. acerca de forzar a los dos procónsules en liza, César en las Galias y Pompeyo en Hispania (aunque asentado desde el inicio de su mandato en las afueras de Roma, una anomalía que no pareció causar problemas a Catón y los suyos una vez lo «ficharon»), a abandonar sus poderes y mandos militares, los resultados fueron abrumadoramente a favor de la moción del tribuno: 370 senadores a favor, 20 (o 22 según Plutarco) en contra. Estos 20 (o 22) senadores eran el grupo de Catón, Bíbulo, Metelo Escipión, Ahenobarbo, Léntulo Crus, Marcelo y demás que estaban radicalmente decididos a que César fuera despojado de sus poderes y, proceso político mediante, condenado. Como comenta Canfora, «si se tiene en cuenta que era bien sabido por todos quién era y de qué parte estaba [Curión], este episodio deja claro lo exigua que era la base “parlamentaria” de la factio, incluso ahora que se apoyaba cada vez más en Pompeyo. No hay que olvidar que la masa de los senadores era una materia inestable y poco propensa a tomar posiciones sectarias: sus comportamientos no son previsibles de manera automática» (p. 137). Ello ni impidió, no obstante, que Léntulo Crus y Marcelo (cónsules electos del año siguiente) acudieran a la villa de Pompeyo en las afueras y le ofrecieran, oficiosamente, el mando de la guerra contra César. Una aparatosa escena que ignoraba el resultado de la votación en el Senado y que a pasos agigantados conduce, en las semanas siguientes, a la declaración de César como hostis publicus.


Pero volvamos a César. Una idea que subyace en el libro de Canfora es la etiqueta permeable de César como político popularis. De hecho, si algo podemos achacarle a César a lo largo de su carrera política es que no se enroca en el escenario político, adaptándose según sus propias ambiciones y la agenda del momento. Desde luego, la influencia que César pudiera ejercer sobre los políticos populares fue gradual (y cambiante) a medida que su propia figura adquiría cada vez más poderes. Patricio de origen aunque vinculado familiarmente a Mario, Cinna y los populares de viejo cuño, ya de joven César toma decisiones: una de ellas fue no subirse al carro de la revuelta de Lépido durante su consulado (78 a.C.) y al año siguiente, aunque su cuñado Cinna junior se lo planteara. Pero con la propia decisión de negarse a la orden de Sila de divorciarse de su esposa Cornelia, hija de aquel Cinna senior, unos años antes, César dejaba claro contra quién estaba. La restauración de los monumentos en honor de Mario en el foro durante su edilidad (65 a.C.), las laudationes funebres en el mismo escenario sobre su tía Julia (viuda de de Mario) y sobre Cornelia, fallecidas en el año 69 a.C. y la campaña para restaurar los poderes tribunicios en la década anterior, y en la que César fue el hombre en la sombra de Craso durante su consulado del año 70, nos ponen en antecedentes de en qué filas militaba César. Con todo, conviene no idealizar el rol de César entre los populares, básicamente porque él no lo hacía: en su carrera hacia el poder, siempre supo con qué bases populares contaba, y las modeló y utilizó a conveniencia, pero también sabía que había que superar «la vieja y tradicional política popularis». Canfora lo comenta y es un argumento sólido: «ser consciente de que con aquella base social no se llega lejos, pero no poder prescindir de ella» (p. 46). Era el sobrino de Mario y el yerno de Cinna y ambas referencias le acompañaron al menos hasta el consulado del año 59 a.C. Para entonces, como forjador en la sombra de la amicitia privada con frutos públicos con Pompeyo y Craso, como cónsul en ejercicio (mientras que sus socios eran privati; ricos y con clientelas, pero sin los mecanismos del Estado a su alcance) y habiendo logrado un proconsulado de larga duración y con varias provincias (Galias Cisalpina y Narbonense e Iliria) a su disposición (junto con la potestad de reclutar cuantas legiones necesitara y la oportunidad para extender su clientela personal), César era una figura descollante. Por encima de Clodio, a quien no se puede permitir el lujo de ignorar o enfrentársele, sin embargo, y de otras figuras populares (de diverso pelaje) y ascendientes como Curión, Celio o Antonio. Y, cómo no, en plano de igualdad con Craso, el gran patrón popularis, de quien fuera en cierto modo una eminencia gris en la década precedente, pero a quien ahora puede modelar a su conveniencia.

Para llegar a esa posición, César ha jugados bien sus cartas: apoyo al eventual popularis Pompeyo y a los tribunos de la plebe Gabinio y Manilio que, mediante leges aprobadas por el pueblo, otorgaron a aquel los grandes mandos extraordinarios de los años 66-62 a.C.; apoyo, equidistancia y luego rechazo respecto a Catilina y la intentona revolucionaria del año 63 a.C.; y, por último, adquisición de una posición respetable e influyente como pontífice máximo y pretor durante la crisis catilinaria, saliendo de la misma reforzado, aunque sin despejar las dudas sobre su participación (en esto Cicerón, en cartas posteriores, tampoco desterró los nubarrones, aunque por interés propio procuró no soltar la liebre). Respecto a la conjura catilinaria, Canfora, leyendo entre líneas a Salustio en relación con la llamada «primera conjura» de Catilina (66-65 a.C.), en el capítulo VII del libro (“En la conjuración y más allá de la conjuración”) sugiere que la leyenda negra sobre la implicación cesariana en la misma quizá no estuviera tan desencaminada: que el plan de Catilina, tras fracasar en las elecciones consulares del año 65 a.C., de crear las condiciones para dar un golpe, situar a Craso como dictador y a César como su lugarteniente, para así poder llevar a cabo sus proyectos de revuelta social y financiera, quizá no sea el rumor que se había propagado sin fundamento Suetonio (Div. Iul., 9) menciona el episodio, que se produjo precisamente durante la edilidad de César, e incluso cita varias cartas de Cicerón, lo cual mostraría que el proyecto era conocido. Salustio, en cambio, achaca la responsabilidad de esa intentona en Catiliana y no implica (ni menciona) a César (tampoco a Craso; Con. Cat., 18; en su relato, el golpe sólo implicaba a Catilina y a los dos candidatos consulares para el año 65 condenados por corrupción electoral, y a quienes Catilina colocaría en la silla curul. El plan, según Salustio, implicaba a Gneo Pisón, uno de los cuestores de ese año, a quien se enviaría a Hispania para hacerse con el mando de las legiones acantonadas allí. La cosa quedó en agua de borrajas, según Salustio y tras haber aplazado el golpe, «dado que aún no se habían reunido los suficientes hombres armados» (ibid., 18, 9). Ambos autores mencionan a Pisón y le implican en la conjura, de una manera u otra, pero, y en ello Canfora incide, el relato de Salustio resulta «incongruente»: es evidente que, escribiendo con mucha posterioridad a los hechos (después del asesinato de César, al menos veinte años después de los hechos), el historiador «cesariano» trata de proteger a su benefactor; pero que Suetonio mencione el asunto, lo desvincule de Catilina y cite otras fuentes (Tanusio Gémino, Bíbulo, Curión pater y Marco Actorio Nasón), ligando la trama de Pisón directamente con Craso (e implícitamente con César, su «mente política»), deja fundadas sospechas sobre la participación de César.

Detalle del fresco Cicerón acusando a
Catilina
(1880) de Cesare Maccari,
Palazzo  Madama, Roma.
Catilina y Clodio, aunque enemigos personales, encarnaban los sectores más revolucionarios de los populares. Catilina al margen de los populares, de hecho, aunque la sospecha de que Craso era su protector nunca se abandonó; que, en el consulado de Cicerón y ya pasado Catilina a la acción rebelde, el propio Craso se presentara en casa del cónsul y le presentara unas cartas que evidenciaban los planes de Catilina de provocar disturbios en la ciudad, no deberían dejarnos olvidar cómo era posible que Craso tuviera acceso a esas cartas. Craso trataría entonces de desvincularse de Catilina y, en cierto modo, lo haría también César en las sesiones del Senado que habrían de decidir el destino de los conspiradores arrestados. Catilina le debía dinero a Craso (como tantos senadores) y éste no fue inmune a los planes de aquel, e incluso pudo propiciarlos. Sólo cuando la causa catilinaria apeló a medidas como la cancelación de deudas y la liberación de los esclavos –y cuando los rumores de la implicación del rico patrono en la conjura eran demasiado escandalosos como para poder ignorarlos–, Craso acudió a Cicerón, que vio su oportunidad, cogió las cartas y pudo seguir adelante con la represión del movimiento catilinario. Es de suponer, pues, que el precio pagado por el cónsul fue echar tierra sobre la implicación de Craso, y también de César, en todo el asunto. Si Catilina fue fácilmente manipulado y desechado, la relación con Clodio sería más compleja. Mientras que el programa de Catilina entraba en los terrenos de la revolución, el de Clodio durante su tribunado de la plebe (58 a.C.) tiende a la radicalización, previa connivencia con César –que facilitó, como pontífice máximo, su paso de la condición patricia a la plebeya– durante su consulado. Ausente César en las Galias, Clodio lideraba una parte de los populares (los pertenecientes a las clases censitarias más humildes), con Celio, Curión y Antonio a medio camino entre éste y César. El procónsul no perdió de vista la situación política en Roma e incluso comenzó a considerar a Clodio un estorbo en los años 57-56 a.C. (así, auspició el retorno de Cicerón de su autoexaltado exilio) y terció en la pésima relación personal entre Pompeyo y Craso. Consecuencia del dominio cesariano de la agenda política en Roma fue la llamada «conferencia de Luca» (56 a.C.), en la que convocó a sus socios para renovar el pacto privado, asegurarse para ambos el consulado del año siguiente (apartando del camino a un rival peligroso como Lucio Domicio Ahenobarbo, que aspiraba a arrebatarle el mando gálico a César, apelando a la clientela de su familia en la provincia Narbonense) y prorrogar su propio mandato en las Galias; al menos un centenar y medio de senadores, con el propio Cicerón, acudieron a Luca para ser testigos de la conferencia, una situación que evoca en quien esto escribe conferencias más actuales como la de Potsdam en julio y agosto de 1945 por el interés de la prensa acreditada en seguir las negociaciones entre Stalin, Truman y Churchill (sustituido en el ínterin por Attlee), otra «cumbre a tres bandas».

Mapa del Foro Roman en época republicana (los edificios marcados en rojo), en Samuel B. Platner, Topography and Monuments of Ancient Rome (1904).

Nos podríamos preguntar, sin embargo, si César perdió el contacto con sus bases populares. Queda claro que a lo largo de su proconsulado en las Galias, y a excepción de la gran rebelión gala del año 52 a.C., que coincidió con los disturbios en Roma tras el asesinato de Clodio, César, mediante sus agentes y su relativa cercanía a la capital desde la Cisalpina, estuvo al quite de lo que sucedía. La conferencia de Luca es la muestra evidente de que, cuando vio que la alianza con Pompeyo y Craso podía verse en peligro, reaccionó a tiempo. Los avatares en la Galia Comata de los años 54-53 a.C. con la insurrección de Ambiórix, la destrucción de una legión y el asedio al campamento de Quinto Cicerón, apartaron durante un tiempo a César de Italia, pero pasó el siguiente invierno en la Cisalpina. Los sucesos del año 52 a.C., con la gran rebelión liderada por Vercingetórix, le mantuvieron al margen de manera permanente. No pudo influir en la situación posterior al asesinato de Clodio a principios de ese año. Con Clodio fuera del escenario (en cierto modo un alivio), con Antonio como cuestor en la Galia, con la crisis de los clodianos en Roma (Salustio, Munacio Planco Bursa, Pompeyo Rufo… todos ellos dependientes de César), con Celio conspirando con Milón y con (aparentemente) Curión al margen (hasta que fuera comprado al año siguiente para ser el defensor encubierto de César como tribuno de la plebe, una jugada à la pompeienne pero más disimulada: por otro precio consiguió a uno de los cónsules del año 50 a.C., Lucio Emilio Lépido Paulo, aunque resultaría inoperante ante la ferocidad de su .colega, Gayo Marcelo, primo de quien sería cónsul para el 49)… los populares tenían en César a su principal adalid. Pero estaba lejos. ¿Cómo fue la relación entre ellos? Que algunos de los populares como Antonio y Curión se unieran claramente a César, mientras Celio jugaba por su cuenta (y provocaría una importante crisis estallada la guerra civil), y el resto apartado o ninguneados, dan un paso adelante las criaturas de César en las Galias: legados como Décimo Junio Bruto (sin parentesco con el otro Bruto), que destacó en la campaña contra los vénetos, o Gayo Trebonio (el tribuno de la plebe que prorrogó el mandato gálico de César en el año 55 a.C.), que vivieron de cerca la autocracia de César en las Galias, que con «militancias» populares que no estaban reñidas con la adhesión al procónsul, que los enriqueció y cubrió de honores por sus servicios. A ellos se uniría Antonio como cuestor en el año 52 a.C. y que después asumiría el tribunado de la plebe del año 49 a.C. (relevando en el cargo a Curión). En cierto modo, Antonio, Trebonio y Décimo Bruto evocan a los mariscales de Napoleón: hechuras de un procónsul y comandante militar que ha creado una base de poder en las provincias (o, en esta anacrónica analogía napoleónica, la campaña italiana) y tiene a su disposición ejércitos bregados en la guerra. Celio, jugando con el legado catilinario (cancelación de deudas) y la sublevación radical del año 48 a.C., pronto sería destruido.

Para cuando César regrese de Egipto, Siria y el Ponto, en el otoño del año 47 a.C., los populares de viejo cuño prácticamente habrán desaparecido: muertos en el desierto como Craso, barridos por la represión que siguió al asesinato de Clodio, eliminados como Celio. Los «mariscales» de César en las Galias asumirán el espacio vacío y, ante la dictadura cesariana cada vez más autocrática, tomarán decisiones. Eran hombre de César, pero con César dictador (y ya no procónsul) había menos posibilidades de medrar… a la antigua usanza. Quizá esta sea una de las paradojas del período: apoyando a César, comandando sus legiones y nutriéndose de sus favores, los cesarianos como Trebonio, Décimo Bruto y Antonio (aunque este jugó en otra liga), confiaban en asumir honores y magistraturas a la antigua usanza; pero para cuando César fue el único que quedó en pie, empezó a verse que los viejos tiempos ya no volverían. Los honores que recibirían esos hombres, las preturas y consulados designados con antelación o sufectos, parecían un botín escaso y, además, no ganados a esa antigua usanza, sino concedidos por César vencedor… y César dictador. Cuando quedaba claro que seguirían siendo peones del tablero cesariano, y no jugadores autónomos, hombres como Trebonio, Décimo e incluso Antonio empezaron a pensar en un horizonte sin César. Y de ahí a la conjura de los Idus de Marzo apenas había un paso.

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