7 de octubre de 2014

Efemérides historizadas (III): 7 de octubre de 1571 - victoria cristiana (y pírrica) en Lepanto

Un 7 de octubre de 1571 tuvo lugar la batalla de Lepanto, en el golfo del mismo nombre entre el Peloponeso y el Épiro, en Grecia, entre las flotas de la Liga Santa y el Imperio otomano. Una batalla que en sí tuvo pocas consecuencias decisivas: como manifestó el gran visir Sokullu Mehmet al embajador veneciano en el invierno siguiente a la batalla, «al arrebataros Chipre os hemos cortado un brazo. Al derrotar a nuestra flota simplemente nos habéis afeitado la barba. Un brazo, una vez cortado, no vuelve a crecer, pero una barba rapada crece más fuerte gracias a la cuchilla». Y no le faltaba la razón… aunque a medias.

Todo empezó con la decisión del sultán Selim II de conquistar Chipre, la única isla bajo dominio veneciano que orgullosamente desafiaba la autoridad de la Sublime Puerta en el Mediterráneo oriental, en 1570. Los rumores sobre la decisión del hijo de Solimán el Magnífico (el Legislador para la historiografía turca) de hacerse con Chipre ya se escuchaban desde octubre de 1568, o así los refiere en algunas cartas el bailío veneciano Marcantonio Barbaro. Los movimientos del Arsenal otomano en Estambul remiten a la construcción de una enorme flota que, teme Barbero, no anuncia nada nuevo para los intereses venecianos. Cristianos en general. Tres años antes, en 1565, el revés de los otomanos en Malta había dejado muy mal sabor de boca a Solimán, que apenas vivió un año más. Su beodo sucesor, Selim II, se ha puesto manos a la obra y prepara una nueva expedición. Pero, ¿adónde? ¿En ayuda de los moriscos de la Península Ibérica que se acaban de rebelar contra el rey cristiano Felipe II e iniciado una guerra cruenta que se tardaría tres años en sofocar? ¿O no será más bien Chipre, una de las joyas de la no-corona de la Serenísima República de Venecia? Si es el caso, Venecia no está en su mejor momento y Chipre está demasiado lejos; Venecia paga tributos al Turco pero ello no le garantiza que vaya a seguir manteniendo la posesión de la isla.

Miniatura de Selim II, Badisches
Landesmuseum.
Las décadas precedentes fueron complejas en el Mar Mediterráneo: la acción de la piratería, a cargo de los sucesores de Jaireddin Barbarroja ha sido nefasta en las costas de las penínsulas Ibérica e Italiana. La errática política de la principal potencia en la zona, la Monarquía Hispánica de Felipe II, que siempre tuvo el Mediterráneo como un escenario secundario, no aportó una mayor defensa de las costas, ni siquiera después de la debacle de la flota hispánica en Djerba, frente a Túnez, en mayo de 1560; fue un intento fracasado de la Corona española por controlar el Mediterráneo central, con Sicilia como pieza clave, y de detener las incursiones de los piratas en las costas de la Corona de Aragón y Andalucía. Para entonces la atención de Felipe II se desvió a su vecino francés, el norte (los Países Bajos) y el Atlántico, y el gran sacrificado fue el frente mediterráneo. Venecia, ante el desinterés de la Monarquía Hispánica, renovó las treguas y los tributos con la Sublime Puerta, a pesar de los intentos del Papado de crear una Liga Santa que agrupara a las principales potencias cristianas para luchar contra el Turco. No había llegado el momento, y cuando llegara el escenario sería complejo y las discusiones demasiado erosivas.

Los temores de Barbaro se confirmaron en junio de 1570 cuando una flota turca de 300 naves se dirigió hacia Chipre y comenzó el asedio de Nicosia, junto a Famagusta una de las dos ciudades principales de la isla. Venecia clamó la ayuda del Papado y de la Monarquía Hispánica. El papa Pío V aceptó enseguida y promovió la “cruzada” contra el infiel, proponiendo la Liga Santa. Felipe II, que se debatía en varios frentes a la vez (la rebelión de los moriscos granadinos, aunque de pronta resolución, pero especialmente la no del todo sofocada revuelta protestante en los Países Bajos, que explotaría con mayor virulencia en los dos siguientes años, los problemas con la Inglaterra de Isabel I y la atención sobre las guerras de religión en Francia), aceptó el reto. Pío V confiaba en que Felipe II y los venecianos pusieran la carne sobre el asador, mientras que él se comprometió a poner en el frente una flota al mando del almirante romano Marcantonio Colonna. Las negociaciones sobre el grado de participación de los tres actores implicados y, especialmente, sobre quién dirigiría la campaña contra el Turco se alargaron al mismo tiempo que la los otomanos avanzaban en Chipre. Nicosia cayó en septiembre, un desastre especialmente fuerte para los venecianos: la masacre de la población fue brutal, veinte mil de sus habitantes murieron en el saqueo de la ciudad y los supervivientes fueron vendidos como esclavos. Una flota cristiana formada por naves venecianas, pontificias, genovesas, napolitanas e hispánicas, que acudía al rescate de la isla, dio vuelta atrás. Pero los turcos continuaron con la conquista de la isla y pusieron sitio a la plaza de Famagusta, mientras Selim II enviaba una flota, combinada con navíos corsarios, aguas del Adriático arriba, con el objetivo de conquistar los emplazamientos venecianos en Albania y Dalmacia, amenazando incluso con llegar a la propia Venecia. 


Plano que reconstruye el orden de flotas en la batalla y se conserva en los Museos Vaticanos de Roma.

Mientras Famagusta resistía, los venecianos cambiaban a su estado mayor naval y se planteaban un acuerdo con el Turco, las negociaciones de la Liga Santa se encallaban, el Papa se desesperaba y Felipe II se lo pensaba. Finalmente, el 15 de mayo de 1571, tras muchos meses de tira y afloja, se firmó el acuerdo de la Liga Santa. Felipe II aceptó poner más de la mitad de la flota combinada, Venecia acordó enviar algo más de un tercio y el Papa el resto; en cifras: unas 180 naves hispánicas, unas 160 venecianas y unas 18 por parte de Pío V. Pero, ¿quién comandaría la Armada cristiana? ¿Marcantonio Colonna, el gran almirante de Pío V? ¿Girolamo Zane, capitán general veneciano? ¿El genovés Gian Andrea Doria, sobrino del gran Andrea Doria, y al servicio de Felipe II? Finalmente, y puesto que quien pagaba la mayor parte de la factura era el rey hispánico, éste decide que sea su hermanastro, el joven y ambicioso Juan de Austria, el encargado de dirigir la flota que se dirigiría a aguas del Mediterráneo oriental; para atar cortos el brío y las fantasías del Hermanísimo, Felipe II puso como subordinado suyo a alguien de su plena confianza, el Comendador Mayor de Castilla, don Luis de Requesens. Como lugarteniente oficial de la Liga Santa, dejó que el Papa eligiera a Colonna, aunque ello significara escuchar las quejas furiosas de los venecianos. Sea como fuere, las diversas flotas fueron citadas en Messina, en Sicilia. Las discusiones entre los diversos comandantes, con un don Juan de Austria que entonces se hacía el remolón, impidieron que se acudiera presto a Chipre: en septiembre, y tras muchos meses de asedio y fuertes pérdidas humanas para los asaltantes turcos (que temieron que se repitiera la jugada de Malta de seis años antes), Famagusta cayó. No había vuelta atrás para los cristianos, que se dirigieron, esta vez con rapidez, a Corfú. Los turcos, dispuestos ahora a regresar al Adriático y amenazar Venecia, acudieron desde Chipre, junto a una flota de corsarios pagados por Selim II.

El encuentro tuvo lugar el 7 de octubre en el golfo de Lepanto. La superioridad cristiana en naves se puso pronto en evidencia. Para cuando la flota cristiana abrió fuego, la batalla no estaba decidida pero sí planteada en un escenario favorable a la batalla. Citando a Alessandro Barbero (Lepanto. La batalla de los tres imperios, Pasado & Presente, 2011, p. 609): 
«La infantería cristiana, mucho más numerosa, dotada de morriones y coracinas, armada de arcabuces y adiestrada tácticamente para obtener el mayor provecho posible de la potencia de fuego y de la protección que suponían las empavesadas antes de enfrentarse en un combate cuerpo a cuerpo con la espada, disfrutaba de una ventaja abrumadora sobre un ejército enemigo claramente infieror en número, que utilizaba el arco probablemente mucho más que el arcabuz, y que estaba completamente desprovisto de protecciones y de armaduras. En todo ello hace hincapié claramente [el cronista veneciano] Paruta […]: “Combatían nuestros armados contra desarmados: y donde los Turcos, utilizando la mayoría de ellos arco y flechas, dejaban a los nuestros heridos con dichas armas, probablemente sin impedir que regresaran al combate, los disparos de nuestros arcabuceros eran todos mortales; ni por la frecuencia de las salvas perdían vigor, como ocurría al enemigo, que se agotaba al tener que tensar tan a menudo el arco con la mano”» (p. 609).
Los vencedores de Lepanto, de izquierda a derecha:  don Juan
de Austria, Marcantonio Colonna y Sebastiano Venier.
La consecuencia inmediata de la batalla fue una aplastante victoria de la Liga Santa: entre 140 y 180 galeras turcas cayeron en manos de los cristianos, mientras que éstos apenas perdieron 12 galeras, y el botín conseguido colmó las expectativas de la Liga Santa: a las naves apresadas, y las armas que contenían, había que añadir que se capturó a unos 5.000 prisioneros turcos y se rescató a unos 12.000 cautivos cristianos. Murieron alrededor de 25.000 soldados turcos mientras que las bajas cristianas apenas llegaron a los 8.000. Pero la consecuencia a corto plazo fue que la flota cristiana regresó a sus lugares de origen, trayendo una aclamada victoria que serviría a Felipe II para hacer un alarde de propaganda religiosa (cuadro de Tiziano mediante: La Religión socorrida por España, pintado entre 1572 y 1575 y que podemos contemplar actualmente en el madrileño Museo del Prado) sin haber recuperado Chipre, mientras que Selim II ordenó construir una nueva flota en el Arsenal de Estambul. Seis meses después de Lepanto los turcos seguían avanzando sobre los presidios venecianos en Dalmacia. La afirmación del gran visir que hemos citado al inicio no podía ser más cierta. Pío V falleció en mayo de 1572, perdiendo la Liga Santa a su principal impulsor. Los problemas en los Países Bajos requirieron la atención de Felipe II, especialmente tras el desembarco de los “mendigos del mar” en Brill y la reanudación de la guerra terrestre; en 1573 el duque de Alba sería sustituido por un débil Luis de Requesens, mientras Juan de Austria soñaba con una gran campaña contra Túnez, que tomó en octubre de 1573, pero que los turcos retomaron al año siguiente. El finiquito de la Liga Santa ya se había certificado con el tratado que firmó Venecia con la Sublime Puerta en marzo de 1573, por el cual la primera reconocía la pérdida de Chipre y aceptaba pagar una indemnización, que en cierto modo era un tributo a cambio de que los turcos no avanzaran sobre la Dalmacia. Felipe II no suscribió el acuerdo pero, finalmente, firmaría una tregua con el Turco en 1581. Acuciado por la bancarrota de 1575, la interminable guerra en Flandes y el acoso de la piratería berberisca sobre las costas peninsulares, el rey español aceptaba pactar con la Sublime Puerta. Por su parte, aunque la superioridad otomana en el Mediterráneo oriental era incontestable, la tregua también significaba el final de las grandes expediciones turcas en el Mediterráneo occidental y, en general, de los grandes designios navales de la Sublime Puerta. El Mediterráneo, en general, iniciaría un nuevo período de calma tensa, mientras el Atlántico se afirmaría desde entonces como un nuevo escenario de conflicto y de lucha por el poder.

Lectura recomendada. Alessandro Barbero, Lepanto. La batalla de los tres imperios, Pasado & Presente, 2011, un magistral libro sobre el camino que conduce a la batalla, desde la invasión turca de Chipre en 1570, y que analiza los problemas para formar la Liga Santa al mismo tiempo que trata la conquista turca de la isla y, al final, la batalla de Lepanto.
Ficha del libro.

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