21 de junio de 2014

Reseña de El último cortejo, de Laurent Gaudé

Son muchas las novelas que se han escrito sobre Alejandro III, rey de Macedonia, conquistador y soberano de Asia. Aléxandros ho Mégas, Alejandro el Grande, el incomparable. Quizá no haya un personaje de la Antigüedad que haya perdurado tanto en la memoria colectiva de la humanidad (occidental, claro está) desde hace más de dos milenios. Los conquistadores (occidentales, por supuesto) posteriores intentaron igualarlo, sin conseguirlo. La imitatio Alexandri se extendió en Roma, ya desde Pompeyo Magnus (que desde jovencito hacía divulgar entre sus tropas su parecido [!] físico con el macedonio. César lloró ante un busto suyo cuando era cuestor: a su edad Alejandro había conquistado todo un imperio y él apenas empezaba su carrera política. Augusto visitó su tumba y le rompió la nariz al tocarlo; cuando le quisieron mostrar los sepulcros de los Tolomeos dijo que había ido a ver a un rey, no a unos cadáveres. Trajano quiso emularle y conquistar el imperio parto, heredero del persa, y se dice que también lloró cuando sus tropas no quisieron continuar adelante (como las del macedonio en el Hífasis). Caracalla trató de emularlo, sin apenas conseguir nada antes de ser asesinado. Juliano, llamado el Apóstata, murió cuando a su misma edad luchaba contra otros persas (sasánidas) en Mesopotamia. Su tumba en Alejandría era un monumento de visita y reverencia obligada; desapareció como su cadáver en el siglo VII, con la conquista islámica. Su recuerdo perduró entre los persas conquistados, para quienes era Iskander la Serpiente, o Al-Iskandar al-Akbar entre sus sucesores en el mundo islámico. En época medieval se escribió El Libro de Alexandre, un poema, recreación fabulosa de su vida en la que el rey tenía dotes fabulosas y sobrenaturales. La literatura, de Mary Renault a Gisbert Haefs (quienes mejor lo han recreado en el género de la novela histórica) ha mantenido la fascinación por Alejandro, por sus dotes militares y políticas, por su sueño de unir dos mundos antagónicos, el griego-macedonio y el persa, por unir civilizaciones, por hermanar a unos y otros… o eso se contó y nos han contado. Pero Alejandro era mortal (evidentemente) y quizá el hecho de que muriera en la gloria siendo tan joven dejara una imagen tan sobredimensionada. Con El último cortejo (Salamandra, 2013), el novelista francés Laurent Gaudé trata de ser épico, pero de otra manera. Pues Alejandro era único, pero no dejaba de ser un hombre.

Laurent Gaudé
En esta novela corta, apenas 150 páginas, y con una diversidad de voces narrativas, Gaudé nos traslada a los últimos días de Alejandro en Babilonia. Con una prosa sobria y hermosa, con una sucesión de breves secuencias en capítulos no demasiado extensos –pero con mucha más intensidad que en mamotretos de miles de páginas y capítulos cortos–, Gaudé se acerca a un mundo en el que parecía inconcebible la muerte del conquistador macedonio. Alejandro siente el dolor en medio de una fiesta; sus Compañeros piensan que está borracho, pero es el inicio de su agonía. Pronto perderá la voz, enflaquecerá, su piel adquirirá un tono cetrino, la muerte llamará a las puertas del palacio en Babilonia. Junto a las sensaciones por la agonía del rey, una mujer, Dripetis, apartada en una fortaleza en la región de Aria, es convocada para acudir a Babilonia. Dripetis fue la esposa persa de Hefestión, el Compañero más cercano a Alejandro, y a su vez esposa de Estatira, hija de Darío III y también una de las esposas de Alejandro. Dripetis oculta a su hijo, que ha tenido después de morir Hefestión y que trata de proteger de la ira del rey macedonio cuando se entere. Un espíritu flota también en el ambiente: un macedonio a quien Alejandro envió como mensajero a la corte del lejano Dhana Nanda, en el interior de la India, más allá del Indo y el Ganges, que recibió el mensaje y le dio su particular respuesta. Cuando el rey muera y sus Compañeros se peleen por su Imperio (y su cadáver), se oirá el lamento de las plañideras que acompañan el cadáver del rey de regreso a casa… hasta que sea arrebatado por Tolomeo, el leal (y ambicioso) Compañero de Alejandro. Los buitres se ciernen sobre el imperio, lo cuartean y destruyen. Tarkilias, un soldado macedonio, recibirá el encargo de Tolomeo de velar por Dripetis, que a su vez recibirá lo que nadie esperaba que le dieran. Y cinco jinetes cabalgarán por todo el Imperio para luchar con un ejército de muertos y fantasmas contra un rey, Chandragupta, que acepta el desafío de un rey que es sólo una voz, un soplo de aire, un recuerdo.

Mosaico: Alejandro en la batalla de Issos.
Gaudé evoca con un estilo sencillo pero enormemente evocador el mito y la épica, llevándolo a ras de suelo: a las lágrimas de unas mujeres que caminan por el desierto acompañando el cadáver de un rey; a una mujer que desea darle a un hombre el descanso eterno a la manera persa, en una torre del silencio; a unos hombres que lucharon con Alejandro, cantaron, danzaron o escribieron, y que se dirigen a un destino eterno. Las habitaciones en los palacios de Babilonia, la lejanía de Pataliputra y los misterios de la India que no llegó a conocer al rey macedonio; los hombres de Aria que lanzan azafrán al aire para atraer la bendición de los dioses; los castillos en Aria o Aracosia, donde mujeres solitarias van a morir y niños con sangre real en las venas tendrán una oportunidad de vivir lejos del Imperio. Dos ejércitos, miles de muertos y olvidados frente a miles de súbditos de un lejano rey, lucharán mientras la voz de Alejandro cruza las cordilleras y los desiertos para estar presente en el corazón de un puñado de hombres. 

La novela de Gaudé recuerda la figura de Alejandro, el mito que comenzó su andadura cuando murió el hombre, con mimo y detalle, evocando la grandeza y la miseria de la construcción de los grandes imperios. Alejandro fue un hombre y una leyenda al mismo tiempo, y su recuerdo se convirtió en magia; su voz en susurro en la noche, y su recuerdo en misterio de un pasado que comenzaba a envejecer a medida que sus sucesores cuarteaban su Imperio. Adentrarse en las páginas de esta breve novela es hacerlo en el gozoso viaje que los lectores inician cuando pronuncian el nombre de Alejandro y en las sensaciones que surgen cuando la imaginación echa a volar. Historia, fábula, leyenda, misterio y sobre todo una exquisita literatura es lo que hallará el lector en esta novela. Quizá cuando la termine sea como uno de los jinetes de Ghandara y su espíritu se deje llevar por el viento que arrastra el nombre de Alejandro y el mito.

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