13 de marzo de 2014

Reseña de A la sombra de las espadas: la batalla por el imperio global y el fin del mundo antiguo, de Tom Holland

Una portada o un subtitulo escogidos por una editorial pueden ser un espaldarazo para un libro o inducir a error. Quizá este libro sea el segundo caso. De Tom Holland poco podemos decir que un lector más o menos curioso y conocedor del ensayo histórico (altamente divulgativo) no conozca ya a estas alturas: de él son libros como Rubicón (2003) –que recoge la etapa final de la República romana y la transición al Imperio–, Fuego persa (2005) –qué decir, las guerras médicas del siglo V a.C.– o Milenio (2008) –sobre la Alta Edad Media europea y la expansión del cristianismo en la Europa “pagana” posromana–; libros con un cariz divulgativo (Rubicón algo “divulgarizante”) para un público general, muy amenos y en los que el autor escoge períodos históricos atractivos y vibrantes. Por tanto, podíamos esperar que su siguiente libro, A la sombra de las espadas: la batalla por el imperio global y el fin del mundo antiguo (Planeta, 2014) también lo sería, y más si recoge un período que a menudo queda más escondido: los siglos VI y VII d.C. En general es un período del que se escribe y publica menos: da la sensación de que tras la caída del Imperio romano (de Occidente) a finales del siglo V, la renovatio imperii de Justiniano en la otra parte imperial romana (la «reconquista» de Africa, Italia y parte de Hispania) y el auge del Islam como nueva potencia con voluntad universalista unas cuántas décadas después, el mundo (euroasiático) apenas se mueve hasta que los carolingios restauren la unidad imperial (o lo intenten al menos) en el siglo IX y den paso a una nueva etapa que lo cambiará todo para la Europa occidental de la Alta Edad Media. Pero este libro viene a subsanar un aparente vacío –afortunadamente el lector hispano cuenta con más libros sobre este período, de Peter Heather y James O’Donell, por citar dos autores). Y, sin embargo, esa portada (más sugerente la portada de la edición en inglés, no obstante) y ese subtítulo pueden inducir a un cierto engaño (más pertinente en esa edición inglesa).

Tom Hollan
Un aparente engaño que, para el caso que me toca, ha supuesto una sorpresa muy agradable. Si uno lee la sinopsis y hojea un poco el libro, tendrá la sensación de que Holland nos va a contar la pugna de dos imperios –el romano oriental o bizantino y el persa sasánida– desde finales del siglo V y la cuarta década del VI. Un enfrentamiento que venía de lejos (el antaño conflicto entre romanos y partos del siglo I a.C., no resuelto y que resurgiría en diversas ocasiones en los cuatro siglos siguientes, y que heredarían y profundizarían los sasánidas, sucesores de los partos como gran imperio del Próximo Oriente asiático), y que en el siglo VI daría pie a una guerra que terminaría en tablas (y entre cuyas secuelas habría una epidemia de peste que asolaría el Imperio romano oriental [dejémoslo en Imperio romano simplemente]). En las primeras década del siglo VII la guerra entre ambos imperios tomaría nuevos rumbos, inesperados: en años de turbulencia en Constantinopla, tras el asesinato del emperador Mauricio por el usurpador Focas y el gobierno de éste, finalmente derrocado y sustituido por Heraclio, hijo del exarca de Cartago y de una familia de origen oriental, el sasánida Cosroes II inició una serie de campañas que le llevaron a arrebatar prácticamente todas las posesiones romanas más allá del Bósforo, e incluso a asediar la capital. La reconquista romana fue azarosa y finalmente derrotó a Cosroes, cuyo imperio no pudo soportar el enorme gasto de unas campañas tan agresivas y que acabó hundiéndose. La puntilla para los sasánidas sería la derrota ante unos nuevos actores en el escenario: los árabes, que también vencerían a unos exhaustos romanos, acabarían con el Imperio sasánida, conquistaron el Levante romano e iniciaron una nueva etapa de la Antigüedad Tardía (¿o Alta Edad Media europea?). Esto es lo que aparentemente se puede percibir de una hojeada superficial del libro de Holland. Pero no, el libro no trata (exclusivamente) de una historia de guerras, conquistas y cambios. Al menos no de los cambios que el lector está suponiendo.


Y es que ya sólo leyendo la primera parte del libro, una introducción de sesenta y pico páginas, uno se hace a la idea de que no, no es el libro que pensaba que sería. El subtítulo de la edición en inglés, “The Birth of Islam and the Rise of the Global Arab Empire”, se aproxima más al fondo de al cuestión, y no es otra que el auge del Islam como nueva potencia mundial, sí, pero también como religión que iba a cambiar muchas percepciones. Y como una religión de la que, para sus primeros dos siglos, apenas contamos con fuentes. Suele quedar la idea de que Mahoma escribió la base de lo que sería el Corán (como todo libro sagrado, reescrito y reelaborado a lo largo de varias generaciones), que toda la doctrina ya quedó fijada antes de la muerte del Profeta y que las posteriores divisiones entre sunnitas, chiitas y otras herejías se harían a partir de un primera tradición ortodoxa. Holland se aproxima precisamente a las primeras décadas del Islam como religión e imperio en constante expansión, bucea entre los múltiples hadices –relatos de dichos o actos de Mahoma– que se escribieron con posterioridad, rastrea las fuentes primigenias y llega a la conclusión (no suya, desde luego) de que apenas conocemos nada de ese Islam primigenio. Ni siquiera tenemos fuentes fiables al cien por cien del propio Mahoma, de su biografía, de su hégira (hijira, palabra equivalente a «éxodo»). ¿Cómo surgió, pues, el Islam? ¿Qué subyace en su mensaje religioso? ¿Era tan revolucionario como posteriormente se definió?

Esta es realmente la historia del libro de Holland: el nacimiento del Islam. No es una historia que potencie (únicamente) los elementos militares o las campañas de conquista, sino que bucea en las (escasas) fuentes del período, esas primeras décadas del siglo VII. Pero para entender esos orígenes de manera lo más totalizadora posible y para que podamos categorizar el Islam como un «imperio global», Holland abre el objetivo de su cámara y centra su atención en los dos grandes imperios del siglo VI: romanos y sasánidas. Y a ellos se dedica la segunda y extensa parte del libro, Jahiliyya –palabra que significa «ignorancia» en arábigo–, y que se refiere a la tradición musulmana que etiqueta como «Edad de la Ignorancia» a los siglos inmediatamente precedentes al Islam. De este modo, el autor británico nos cuenta una historia diferente, o al menos esa es la sensación, de ambos imperios: de su fortaleza y las causas de su decadencia, de las pugnas entre ambos, de las diversidades religiosas que se desarrollan en ambos –la multiplicidad cristiana y la compleja etapa final de un zoroastrismo revitalizado, respectivamente–, que al mismo tiempo es una mirada amplia a las sectas que ponen en jaque la universalidad de las religiones oficiales de la Nueva Roma y de Iranshar («Imperio de los Arios»). Esta parte del libro supone un tour de force para el lector, mostrándole unos imperios que no eran tan monolíticos como se pudiera imaginar leyendo monografías más al uso, y que nos abre la mirada a comprender el siglo VI como una época de cambios e involuciones constantes; de pugnas religiosas y territoriales; de dos imperios que se juegan una hegemonía y que a su vez muestran ya las causas de su decadencia o incluso extinción. Pone Holland especial énfasis en la zona entre ambos imperios, en esa Arabia y especialmente en los reinos de la zona de los actuales Jordania y parte de Iraq: gasánidas y lájmidas, enfrentados entre sí, utilizados unos por los romanos y los otros por los sasánidas, y que se verán influenciados por ambos imperios, al tiempo que influirán en el auge de sus vecinos del sur, los árabes que aglutinados por Mahoma y sus sucesores –los califas Rashidun o «bien guiados»: Abu Bakr, Omar, Otmán y Alí–, conquistaron el Próximo Oriente, amputaron el Imperio romano y destruyeron el sasánida. Conocer las pugnas religiosas de ambos imperios, así como el influjo de los judíos establecidos en Mesopotamia, permite que nos hagamos una idea de qué elementos influyeron en al primitiva doctrina musulmana, o de qué aspectos se nutrió esta para elaborar el mensaje del Corán.

La tercera parte del libro, quizá la más desconocida pero también la que resulta más atractiva, nos traslada al triunfo de la Hégira musulmana, entendida como gran «migración» musulmana, y al mismo tiempo a la forja del Islam como religión universal. Y aquí es donde conocemos de primera mano la labor de esos primeros cuatro califas –y su paulatina corrupción–, dando paso a la primera (y revolucionaria) dinastía árabe, los omeyas. Antes, Holland trata las pugnas en el seno del Imperio árabe inicial –entre los Quaraysh, de los cuales formaba parte Mahoma, y los muhajirun, o los «emigrantes» surgidos de la hégira, los primeros musulmanes como tales–, y muestra las divergencias del Islam como religión (de un modo similar a las disensiones del cristianismo en los siglos IV y V). Tendría que llegar alguien como Abd al-Malik –que Holland considera el Constantino árabe–, que, triunfante tras las guerras civiles (Fitna) posteriores al asesinato de Alí y el establecimiento de los omeyas, fijaría las bases definitivas de la doctrina y de la propia comunidad (Umma) islámica. Con Abd al-Malik (685-705) surgen los lemas que circularían con las monedas nuevas de finales del siglo VII –«En el nombre de Dios, Mahoma es el mensajero de Dios»–, establecería definitivamente a Mahoma como el fundador de la religión islámica, el Profeta, y establecería La Meca como la «Casa de Dios», el lugar de peregrinaje, junto a Medina (Yathrib) y Jerusalén. Abd al-Malik (en cierto modo, también el San Pablo musulmán), rompía con el pasado reciente, al tiempo que lo reelaboraba, reinventando a su vez a Mahoma como «el auténtico medio para la transmisión de la Palabra de Dios», y creando el «imperio árabe global». Con posterioridad se produce la decadencia de los omeyas y su derrocamiento por parte de los abasíes, descendientes de Abbas, tío de Mahoma, que a su vez suponen un giro en el propio «Estado» o imperio árabe: el establecimiento en Bagdad, nueva capital fundada en 762, la compilación de la Sunna (la colección de hadices que constituyen la «tradición» y la parte principal de la doctrina islámica), el asentamiento del Imperio árabe en el centro que suponía Mesopotamia y el extinto Iranshar.

El resultado, como puede percibir el lector, es un libro mucho más complejo y rico en matices e interpretaciones que esa portada, ese subtítulo e incluso la pluralización de esas «espadas» en la traducción castellana (singular sword en el original, y que remite a un proverbio de Mahoma: «las puertas del paraíso están a la sombra de la espada»). Un libro que en ocasiones puede parecer denso (y sólo lo parece) y que nos ofrece una perspectiva novedosa sobre los orígenes del Islam como religión e imperio global, y sobre sus dos antecesores en pugna en el mundo de la Antigüedad Tardía: romanos bizantinos y persas sasánidas. Una agradable sorpresa, en definitiva.

2 comentarios:

Lopekan dijo...

Magnífica reseña, tan completa que, como pasa habitualmente con las tuyas, posterga sine die la lectura del libro. Ayyy.

Oscar González dijo...

Pues entonces estoy haciendo algo mal... :-P ¡Saludos!