6 de febrero de 2013

Reseña de En busca de las fuentes del Nilo, de Tim Jeal

Ser explorador no era fácil. Si las enfermedades no lo mataban a uno, debía lidiar con reyezuelos africanos que, según su capricho o su (permítaseme el epíteto) xenofobia, vetaban la presencia de hombres blancos (si es que directamente no los atacaban); y eso sin dejar de lado las inclemencias climatológicas, la feracidad de la selva o el ataque de animales salvajes. Tampoco vamos a ofrecer un panegírico del explorador blanco, en ocasiones aliado con traficantes de esclavos, dispuesto a hacerse camino a sangre y fuego, negociando con abalorios y telas con esos reyezuelos, pagando poco o maltratando a porteadores de tribus que a veces tenían que defenderse (con o sin la ayuda del explorador) de las emboscadas de tribus enemigas.  Luego estaba lo que se esperaba de un explorador en su propio país. Al respecto, Richard Burton, a quien se le pueden criticar muchas vilezas, no estaba del todo errado cuando se quejaba de que «el viajero angloafricano en este momento del siglo XIX [1872] es un profesional que tiene demasiado trabajo […] pues se espera de él que revise y observe, que registre datos meteorológicos y trigonométricos, que cace y diseque pájaros y otros animales, que recoja muestras y teorías geológicas […] que haga avanzar los estudios todavía en pañales de la antropología, que lleve las cuentas, que haga dibujos y escriba un diario extenso y legible […] y que envíe largos informes para que los miembros de la Royal Geographical Society no se queden dormidos durante sus sesiones» (Zanzibar: City, Island and Coast, vol. II, pp. 222-223). No era fácil la tarea del explorador…

John Hanning Speke
Y sin embargo hubo hombres dispuestos a sacrificar su vida, a empeñar su fortuna e incluso a arriesgar la honorabilidad de su nombre, y todo ello por un objetivo. Un sueño milenario que, en la era del ferrocarril, el telégrafo y los barcos a vapor (los tres pilares esenciales de la comunicación a mediados del siglo XIX), el avance de la medicina (Livingstone demostró la eficacia de la quinina para combatir la malaria), la primera mecanización de la guerra o inventos tecnológicos como el cronómetro, no se había cumplido todavía: el hallazgo de las fuentes del río Nilo. ¿Dónde surgía el Nilo Blanco, con sus seis mil kilómetros de longitud y tras unirse al Nilo Azul en Jartum? ¿Cómo era posible que un río como el Nilo avanzara por Sudán y Egipto, con el desierto a banda y banda, sin recibir caudal de ningún afluente? ¿De qué manantial, lago o río del África ecuatoriana nacía un rey que se nutría de las anuales inundaciones dadoras de vida? Hombres como el citado Richard Burton, John Hanning Speke, Samuel Baker (y su amante/esposa Florence), David Livingstone, Henry Morton Stanley (AKA John Rowlands) o James Grant dedicaron sus vidas a buscar las fuentes del Nilo en un período de veinte años (1856-1876) previo al reparto colonial del continente africano. Sus expediciones llenaron portadas de periódicos, los libros que algunos de ellos escribieron se erigieron en best-sellers de la época (y en el caso de Burton extendieron falsedades sobre hombres como Speke). Fueron dos décadas de apasionante exploración, vibrantes, de contactos con tribus y culturas que no estaban preparadas para los sustanciales cambios de las décadas de 1880 y 1890.

Tim Jeal (n. 1945), autor de biografías de Livingstone y Stanley, acerca al lector a la época de las grande exploraciones en busca de las fuentes del Nilo en la primera parte de su libro (la más sustancial y «aventurera»), mientras que en el segundo tramo explica las consecuencias. Exploradores vs. Políticos, política y Gobiernos, así podríamos resumir la dicotomía de En busca de las fuentes del Nilo (Crítica, 2013). Los exploradores lucharon entre sí por muchos motivos (ego, orgullo, aventura, fama, la ciencia, Inglaterra…) por encontrar, cada uno desde rutas diferentes, el lugar donde nacía el Nilo Blanco. Burton estuvo convencido que nacía en el lago Tanganica; Speke (con la ayuda de Grant) acabaría llevándose al gato al agua, gracias a las posteriores expediciones de Stanley, que confirmó su teoría, de que cabía concederle el lugar de nacimiento al lago Victoria, que descubrió pero apenas pudo explorar a fondo; su legado lo recogió el propio Stanley, que realizaría las expediciones más extensas (también las más fracasadas a título personal) y que pondría las bases, voluntaria e involuntariamente, al proceso colonizador (digámoslo claro, al reparto de la tarta africana confirmada en la conferencia de Berlín de 1884-1885). Livingstone se obsesionó con el río Lualaba, y aunque sus motivos fueron a priori los más desinteresados (y murió en su empeño), se negaba a aceptar que otro explorador consiguiera llegar a meta. Baker siguió parte de la senda de Speke y descubrió, acompañado de la joven Florence von Sass, el lago Alberto. Todos ellos lograron mucho más de lo que esperaban: gracias a sus expediciones escribieron páginas hasta entonces en blanco sobre la geografía del África central, pusieron en contacto a la civilización occidental con los diversos reinos que con el tiempo formarían (mezclados y divididos entre sí) países como Uganda, Ruanda, Burundi, Tanzania, Kenia y el Congo. Sus aventuras nos resultan pioneras, sus avatares azarosos y su nombre quedó grabado en letras de oro en el imaginario colectivo. La suya fue una época de gloria, esperanza (su lucha contra el tráfico de esclavos) y conocimiento.

Pero el legado sería el que quizás les habría deprimido más; especialmente a hombres como Livingstone y Speke. En la década de 1880, cuando los gobiernos británico, francés y alemán vieron que la utilidad práctica de las expediciones precedentes iba mucho más allá de los nobles propósitos de la ciencia o la mera exploración, y cuando Leopoldo II de Bélgica contrató a Stanley para que sentara las bases de lo que sería pronto el Estado Libre del Congo, la política y la geoestrategia pesaron más en la balanza. Y se produjo la lucha contra el Mahdi en Sudán, las disputas entre Pierre Sarvognan de Brazza y Stanley por el control de las dos orillas del río Congo, las constantes campañas contra el tráfico de esclavos (finalmente erradicado aunque a la postre transformado en otra práctica), las mezquinas e ignorantes decisiones que dividieron tribus africanas entre sí por colonias dibujadas con tiralíneas… Sus consecuencias llegan hasta la actualidad, sobre todo en dos casos: por un lado, hay que buscar en las querellas alrededor de la región de Ecuatoria las raíces del conflicto civil en Sudán que se alargó durante décadas  en el siglo XX y que en 2011 se solucionó a medias con la independencia de Sudán del Sur. Por el otro, Uganda, aglutinador de regiones como Bunyoro, Ankola, Busoga y Buganda y tribus como los acholi, se convirtió desde su formación como colonia británica en un nido de conflictos étnicos, de los que la metrópolis se desentendió con la independencia del país en 1962 y que no se han resuelto a día de hoy. 

Stanley "encuentra" a Livingstone (1871)

El resultado es un libro amenísimo, evocador y quizá todo un descubrimiento de unos escenarios y una época. Y unos personajes: sería largo resumir aquí las numerosas mentiras que Burton dijo de Speke y sus expediciones, empezando por las que ambos compartieron en Somalia y en la ruta hacia el lago Tanganica; las ambiciones de Speke y su desencanto al no recibir la gloria de sus colegas británicos; Stanley y el modo en el que (re)inventó su propia vida y proyectó encontrar a Livingstone y acompañarle en sus exploraciones; el papel de Baker en la región de Ecuatoria y su ambivalente relación con Speke y Grant; o las contradicciones (y el orgullo) de un Livingstone que navegó entre la predicación cristiana, la denuncia de la esclavitud y la obsesión por avanzar siempre hacia adelante aun costándole la vida. Al final, el lector quedará seducido por las aventuras de estos pioneros, sus virtudes y defectos, y quizá comparta la conclusión de Tim Jeal: «Los exploradores del Nilo abrieron África al interés de los occidentales en una época en la que cada año se producían nuevas devastaciones en zonas todavía más grandes del continente. El valor y la visión de este pequeño grupo de hombres no son menos loables por el hecho de que en el siglo XX no se hicieran realidad las esperanzas que abrigaban para el futuro de las regiones que ellos revelaron a los demás a costa de tantos inconvenientes y penalidades. Como tampoco han perdido su valor los planteamientos de los defensores de los principios humanitarios del siglo XIX por el hecho de que los gobiernos posteriores de Europa y África no hayan estado a la altura de sus ideales» (p. 520).

3 comentarios:

Trecce dijo...

Tiene buena pinta.
La verdad es que es uno de esos temas apasionantes, por la mezcla de aventura y romanticismo que tuvieron algunas de estas expediciones, aparte de su valor científico, claro.
Yo creo que, en buena parte, nos retrotraen a todos, un poco, al menos, a aquellos libros de aventuras con los que muchos nos iniciamos en nuestra pasión lectora. Y es que, una vez más, se demuestra que la Historia es la más apasionante de las aventuras.
¡Ah! y la portada es muy chula.

Oscar González dijo...

Mientras lo leía constantemente me acordaba de 'Las minas del rey Salomón'...

Clodoveo11 dijo...

Muy interesante y muy caro. Esperaré a la versión paperback en inglés.