7 de agosto de 2012

Reseña de Una comedia ligera, de Eduardo Mendoza

Eduardo Mendoza (n. 1943) hace tiempo que no nos deleita con una novela a la altura de su opera prima, La verdad sobre el caso Savolta (1975), o de su obra maestra, La ciudad de los prodigios (1986). El resto de su carrera no es desdeñable, ni de lejos, pero el lector seducido por la andanzas de Miranda y Onofre Bouvila (servidor) siempre quiere más de ese estilo de novelas. Novela pastiche la primera durante el Trienio Rojo barcelonés, auténtico retrato de la ciudad entre dos Exposiciones Universales la segunda. De hecho, la Ciudad Condal es la gran protagonista avant-la-lettre en ambos casos. De prácticamente toda su obra, pues también la ciudad es el escenario de las aventuras del peculiar detective loco anónimo que  inauguró en 1979 con El misterio de la cripta embrujada y, décadas mediante, se transforma (como el propio personaje), a medida que los cambios del progreso o la piqueta de los lavados de cara urbanísticos la afectan de un modo u otro, hasta llegar a la reciente El enredo de la bolsa y la vida (2012). Es la ciudad a la que se acercó un peculiar marciano, en plena euforia olímpica, y que nos hizo pasar tan buenos ratos en Sin noticias de Gurb (1991). Es la ciudad que de algún modo poblaba el desamparo existencial del protagonista de Mauricio o las elecciones primarias (2006), que regresa a ella para llegar a la conclusión de que algo más que la propia ciudad ha cambiado con el paso de los años. Barcelona, pues, es mucho más que un tópos literario en la novelística de Mendoza. Y es probablemente el elemento que más me atrae de su prosa: esa Barcelona inventada, recreada, recordada, envuelta en brumas y misterios. Por tanto, que Barcelona sea también algo más que un escenario en Una comedia ligera (1996) no es casualidad.

En este caso nos encontramos con una novela en cierto modo experimental. Su lectura es menos liviana que la de la reciente obra de Mendoza, de lectura ágil, divertida, quizá clasificada en la inclasificable etiqueta del best-seller (como si eso significar algo). A ratos me parecía evocar recuerdos de lecturas como Si te dicen que caí de Juan Marsé o Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. Por la aproximación a los bajos fondos de la Ciudad Condal, por el juego estilístico, por la propia experimentación de una novela que a primera vista parece un vodevil y que esconde un retrato (¿consciente?) de unos años duros en la Barcelona de la posguerra.

La narración se sitúa en la Barcelona de unos días de agosto de 1948 (en ningún momento se cita el año, pero uno va atando cabos con los múltiples flecos históricos que como si fueran un anzuelo el autor le va lanzando al lector). Carlos Prullàs, un dramaturgo (quizá la palabra le venga grande) pasa sus días entre la canícula estival en Barcelona, con el ensayo de su última comedia, ¡Arrivederci, pollo! (muy mendociano el título, rememorando el teatro de Julio Camba, Edgar Neville o Miguel Mihura), y las escapadas a El Masnou, donde pasan las vacaciones su esposa e hijos (y suegros). Pero Prullàs no está contento con su presente: es consciente de que sus obras teatrales están caducas, anquilosadas en un humor de sainete que ya no funciona y que atrae cada vez menos la atención de quienes han oído hablar de las obras de Albert Camus. El director de escena, Pepe Gaudet, antiguo compañero de escuela y quizá el único amigo íntimo de Prullàs que le dice las cosas a la cara, pasa por malos momentos, mientras tienen ambos que apechugar con las cuitas de una actriz como Mariquita Pons, en el declive de su carrera (y con el resquemor de ser reina de la escena en provincias y apenas conocida en la capital), o el embolao que supone aceptar a una belleza como Lilí Villalba, la enchufada de un magnate como Ignacio Vallsigorri a pesar de su pésimo talento teatral. La relación de Prullàs con Marichuli Mercadal (toma nombre), vecina del chalé en El Masnou, complicará el verano de Carlos: mujer inestable, reprimida ante un marido que no la trata como si fuera la esposa ideal, y madre de una niña que sufre una enfermedad degenerativa. Pero Prullàs se mete de cabeza en líos, como cuando el mecenas Vallsigorri aparece asesinado y la comedia que se ensaya sobre las tablas pasa a realizarse en la vida real del dramaturgo. Y la entrada del jerarca del régimen, don Lorenzo Verdugones, complicará aún más la existencia de Prullàs.

Eduardo Mendoza
La novela permite diversas lecturas: la crisis existencial de un burgués que aun teniéndolo casi todo, apenas tiene nada que realmente valore; el retrato de la alta sociedad barcelonesa en aquellos años, con personajes dependientes de un régimen que la tolera y desprecia al mismo tiempo; el descenso a los bajos fondos barceloneses, con chulos, prostitutas, maleantes y asesinos de medio pelo; la vacuidad de quienes huyen del calor estival para refugiarse en el páramo mental del pueblo de veraneo; las disquisiciones sobre el teatro, el Arte en última instancia, y el paso del Tiempo, que nada perdona, y mucho menos el talento malgastado; el reflejo de una ciudad amuermada, lejos aún de la huelga de tranvías de 1951 y del despertar nacionalista de los años sesenta, de las demandas de los estudiantes universitarios y del desarrollismo que camina de la mano del turismo de masas. El juicio a Alfried Krupp, las reuniones en San Juan de Luz, la entrevista del yate Azor entre Franco y el pretendiente alfonsino... aparecen en el relato como migas de pan para que el lector ubique la novela y quizá para dar a entender que son tiempos grises, incluso para Barcelona.

Uno de los elementos atractivos (y que deja mejor sabor de boca que una trama policiaca que se desinfla hacia el final) es el uso del lenguaje por parte de Mendoza. No es algo nuevo, ya lo percibimos en sus dos grandes novelas, pero quizá sea aquí donde se potencie especialmente (o caiga en un desaforado empacho, quién sabe). Mendoza tiene oído para los registstros lingüísticos y los aplica en esta novela, desde la pomposidad y la vacuidad de algunos personajes de las clases altas, el atildamiento de otros, el argot de macarras y prostitutas, el chalaneo de gente de baja estofa o el caló de los gitanos. Añadamos que los diálogos se imbrican con la narración, sin rayas ni puntos aparte, siendo quizá algo incómodo al principio, pero conformando un estilo al que pronto se acostumbra el lector. Y quizá haya cierto hartazgo por parte del lector ante el mejunje cocinado para su deglución.

Interesante novela, más atractiva en el inicio y con cierta sensación de agotamiento en la parte central, y que arranca de nuevo en el último tercio para seguir las complicaciones que Prullàs se busca. Con todo, no es éste un Onofre Bouvila (más quisiera), y quizá uno se esperaba un pelín más de esta novela. Pero inevitablemente pasas las páginas y aunque los avatares de Carlos Prullàs en muchos sentidos te importen poco, quieres saber hacia dónde se encaminan sus problemas...

2 comentarios:

Español extranjeros. Victoria dijo...

Enhorabuena. Muy completa esta reseña, no solo de Una comedia ligera, sino de su autor. Estoy de acuerdo en que no es la mejor obra de Mendoza, pero yo he pasado un buen rato disfrutando de su (para mí) atractivo lenguaje.

Oscar González dijo...

Gracias. Cátedra publicó una edición crítica de esta novela que espero releer pronto: https://www.catedra.com/libro/letras-hispanicas/una-comedia-ligera-eduardo-mendoza-9788437640082/