12 de agosto de 2012

Crítica de cine: La cinta blanca, de Michael Haneke

[22-I-2010]

"Todo comenzó, si mal no recuerdo, con el accidente del doctor. Al entrar en su propiedad, el caballo tropezó sobre un casi invisible cable, tensado entre dos árboles".

Michael Haneke siempre ha hecho un cine comprometido, poco dado a números de circo, seco y muy rigorista (más que riguroso), en el que la imagen forma parte de un discurso narrativo sin que decaiga en un exceso meramente visual. Sus películas no dejan indiferente, crean detractores con enorme facilidad, pero también algunos seguidores. Pero, a veces, crea películas como La cinta blanca que consiguen llegar a espectadores de todo tipo.

En una pequeña comunidad protestante del norte de Alemania, en los años 1913-1914, empiezan a ocurrir sucesos extraños: el médico del pueblo tiene un accidente provocado, muere la mujer de un granjero en la serrería del barón (casi feudal) de la hacienda local, poco después desaparece el hijo del propio barón, siendo hallado más tarde con señales de haber sido maltratado, se incendia un granero, etc. En una comunidad, donde la rutina impera (la siega, los sermones dominicales del pastor, el curso escolar, el azaroso invierno, la confirmación religiosa de los adolescentes,...), estos extraños sucesos indican que algo falla. El maestro del pueblo se erige en narrador (voz en off) muy a posteriori, echando mano de sus recuerdos, y nos narra lo sucedido. Tienen un lugar especial los hijos del pastor, especialmente Clara y Martin, castigados con excesivo rigor por el padre al inicio de la película y obligados a llevar durante una temporada una cinta blanca (símbolo de la pureza y la inocencia perdidas que conviene recordar). 

La película nos muestra una pequeña comunidad donde el miedo al poder (tanto religioso como temporal) marca las vidas de sus habitantes. Se nos ha presentado esta película como un experimento cinematográfico sobre la génesis de los totalitarismos, del nazismo en particular, en esos niños y jóvenes cruelmente azotados y humillados por una violencia institucionalizada que, dos décadas después, se convertirán en los fanatizados seguidores del partido nazi y en verdugos de unas víctimas que lo son del mismo modo que lo fueron ellos. Una comunidad sometida, donde las envidias y los odios locales se enquistan, donde el poder semifeudal del barón local puede verse como una metáfora del poder declinante del imperio de los Hohenzollern.

No es difícil observar en esta película, de factura visual impecable (hay escenas y planos de una enorme belleza), un análisis de cómo los gérmenes del horror, la exclusión, la intolerancia y la violencia sin freno pueden originarse en pequeñas comunidades y ser catalizados, con el tiempo, por otra violencia también de cariz institucionalizado. Haneke estremece sin pretender hacer una película de terror: no es necesario, la vida en una pequeña localidad puede provocar bastante terror.

En pocas palabras, una película desasosegante, incisiva, reveladora, bella en su forma, tenebrosa en lo que cuenta. Un Haneke al uso, pero con mejores resultados que películas anteriores. Tiene bien merecidas la Palma de Oro de Cannes, los galardones del Cine Europeo, el Globo de Oro y el más que probable Oscar dentro de un mes y medio.

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