8 de junio de 2012

Reseña de Las mujeres de César, de Colleen McCullough

—Soy un patricio romano de la gens Julia, y mis ancestros han servido a Roma desde los tiempos del rey Numa Pompilio. Yo, a mi vez, he servido a Roma: como flamen Dialis, como soldado, como pontífice, como tribuno de los soldados, como cuestor, como edil curul, como juez, como pontífice máximo, como praetor urbanus, como procónsul en Hispania Ulterior y como cónsul senior. Todo in suo anno. Me he sentado en el Senado de Roma exactamente durante un poco más de veinticuatro años, y he podido ver cómo su poder se debilitaba como inevitablemente la vida obliga a debilitarse a un hombre muy anciano. Porque el Senado es un hombre muy, muy anciano.
»La cosecha viene y va. Abundancia un año, hambruna el siguiente. De modo que he visto los graneros de Roma llenos y también los he visto vacíos. He conocido la primera dictadura auténtica de Roma. He visto a los tribunos de la plebe reducidos a meras cifras, y los he visto campando por sus fueros. He visto el Foro Romano bajo la tranquila y fría luz de la luna, blanqueado y silencioso como una tumba. He visto el Foro Romano bañado en sangre. He visto la tribuna erizada de cabezas de hombres. He visto la casa de Júpiter Optimo Máximo caer en llameantes ruinas, y la he visto volver a levantarse. Y he visto el surgimiento de un poder nuevo, el de los soldados empobrecidos, sin concesiones y sin tierras, que después de licenciarse han de mendigarle a su patria una pensión, y con demasiada frecuencia he visto cómo esa pensión se les negaba. 
[…]
»He visto morir a hombres de un modo heroico, los he visto morir desvariando, los he visto morir diezmados, los he visto morir crucificados. Pero siempre me conmueve muchísimo la aflicción de hombres excelentes y el infortunio de hombres mediocres.
»Lo que Roma ha sido, es y será depende de nosotros, los romanos. Amados de los dioses, nosotros somos el único pueblo de la historia del mundo que comprende que una fuerza se expande en dos direcciones: hacia adelante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo, hacia la derecha y hacia la izquierda. Así los romanos han disfrutado de una clase de igualdad con sus dioses de la que ningún otro pueblo ha gozado. Porque ningún otro pueblo lo comprende. Debemos hacer, pues, un gran esfuerzo por comprendernos a nosotros mismos, por comprender lo que nuestra posición en el mundo exige de nosotros, por comprender que las rencillas internas y los rostros vueltos obstinadamente hacia el pasado nos harán caer.
»Hoy yo paso de la cima de mi vida, el año de mi consulado, para dedicarme luego a otras cosas. Diferentes cimas, porque nada permanece igual. Yo soy romano desde el principio de Roma, y antes de que yo muera el mundo conocerá a este romano. Le rezo a Roma. Rezo por Roma. Soy romano. (pp. 757-759)
Cayo Julio César

Cayo Julio César no era un romano típico. Tampoco lo era Cneo Pompeyo, autoapodado Magnus; ni, a su manera, Marco Licinio Craso. Y, en otro estadio, tampoco lo eran Marco Porcio Catón, Publio Clodio o, incluso, Marco Tulio Cicerón. Como romanos de su época sobresalían por condiciones muy diferentes. Pero tampoco las mujeres que les conocieron fueron romanas típicas: Aurelia, madre de César, dueña de una insula en el populoso (y popular) Subura y aún así respetada por las mujeres (y los hombres) de la nobilitas senatorial; Servilia, madre de Bruto, aristocrática y soberbia; Terencia, arisca esposa de un Cicerón al que tiene domado; Fulvia y Clodia, almas del llamado club de Clodio, mujeres desafiantes para la moralidad de la época, nieta de Cayo Graco y amante del poeta Catulo, respectivamente; Julia, la princesa de la gens Iulia, la hija de César, la joven que conquistó a todo un conquistador; etc. Por supuesto, nos referimos a la ficción literaria de esta saga, aunque en este volumen se percibe un conocimiento de las fuentes del período exhaustivo y que permite dar un giro de tuerca en alguna ocasión (el asunto de la bandera del Janículo durante el juicio de Rabirio, por ejemplo), ofrecer una interpretación novelesca diferente y jugando con un lector que entra en el juego y lo disfruta.

Las mujeres de César es una novela a la que siempre me acerco con una sonrisa en cada relectura; recuerdo haberla leído varias veces a finales de los años noventa, cuando esperábamos el siguiente volumen y nos conformábamos con lo que ya se había publicado. Y me gusta especialmente por lo que en anteriores entregas de la saga estaba en un segundo plano, apuntado en ocasiones, no explotado: esos diálogos plagados con un enorme sentido del humor, esa ironía y sarcasmo en las reuniones del Senado (como si Escauro hubiera regresado), la relación personal que se percibe entre César y Craso a partir de esos diálogos (se llaman por el praenomen, Cayo y Marco entre sí, con una familiaridad que los personajes no tienen con otros amigos y allegados), la variedad de registros lingüísticos que se nota en boca de personajes muy diversos. Me gusta especialmente esta novela por ofrecer mucho de la personalidad de los principales personajes y por ahondar un poco más en su psique.
Marco Licinio Craso
La novela comienza con un regreso y termina con una partida. El regreso de César de su cuestura en Hispania, en junio del año 68 a.C.; la partida, hacia la Galia y un vasto gobierno provincial, en marzo del 58 a.C. Diez años, pues, en los que Cayo Julio César se forja como líder. Como consumado político, conocedor de las leyes, de los vericuetos del sistema político romano, como orador curtido en la arena de los procesos judiciales. Ya vimos en el tercer volumen que César fue quien acercó a Pompeyo y Craso en su consulado del año 70 a.C. y quien les insistió en que restauraran los poderes de los tribunos de la plebe. Al final de este quinto volumen César será quien vuelva a reunir a ambos personajes, quien creará un triunvirato: pero esta vez siendo él una fuerza no despreciable, cónsul señor y ambicionando un gobierno provincial que le garantice la campaña militar que logrará que su nombre nunca será olvidado. De figura en la sombra, César pasa a ser el Gran Hombre, el creador de una facción política (pequeña, para cuando parte hacia las Galias, pero que en unos años disputará el poder no sólo a Pompeyo, sino también a los boni que buscan su perdición). Figura perfecta a los ojos de una Colleen McCullough plenamente enamorada del personaje. Y, sin embargo, más allá de esa perfección, el lector percibe un César complejo: sí, guapo, carismático, superdotado, amante superlativo, político de una altura inigualable; pero también con un mal genio imprevisible, una vena cruel, una indiferencia respecto aquellos que no están a su altura. Es cierto que en el César de McCullough las virtudes, o mejor dicho la perfección de César, está por encima de sus defectos, que salen a la palestra especialmente en la parte dedicada a su consulado del año 59 a.C. Pero lo interesante está en la modulación de todo ello, virtudes y defectos, mejor lograda y, aunque parezca lo contrario, mejor plasmada que en Favoritos de la Fortuna.

Y me gusta también por ser una novela eminentemente romana en el escenario. A excepción del capítulo dedicado a Publio Clodio y las campañas de Lúculo en el Ponto y Armenia, esta es una novela ambientada en Roma, la Urbe, la capital del mundo mediterráneo. Es una novela en la que las calles de Roma, el Foro y sus aledaños, el Campo de Marte, toda ella es un protagonista más. Una novela en la que César, ya el protagonista absoluto de la saga, vive una importante década en su vida, su forja como político y militar, caminando, residiendo, prácticamente encerrado en una Roma que conoce a fondo y que le conoce bien, no sólo la Roma de la alta política, sino también la Roma popular, la del Subura, la de los proletarii que no votan pero vitorean a un Cayo Julio César que se ha criado entre ellos, que les trata de tú a tú, que habla el romano de la calle con tanta soltura como el latín de las sesiones senatoriales.

Gneo Pompeyo Magno
Los años 60 a.C. pertenecen ya a un período riquísimo en cuanto a la documentación. Cicerón es la fuente principal, con sus discursos y sus cartas (lo que se conserva de sus cartas a Ático precisamente comienza en el año 68 a.C.). Añadamos Salustio y su relato de la conjura de Catilina, que McCullough exprime para ofrecernos una imagen diferente: una conjura de medio pelo exagerada por un Cicerón cónsul ávido de reconocimiento durante su mandato, y que no comienza a ser tomada en serio hasta octubre del año 63 a.C. Con la conjura y su represión, con la ejecución de varios implicados sin un juicio (incluyendo un pretor en ejercicio, Publio Cornelio Léntulo Sura), McCullough se deja llevar con la cuestión del juicio de Rabirio (que, según referencias de Cicerón, se produjo en la primera mitad del año 63 a.C., no en diciembre), juega a ser historiadora (con una interpretación, cuanto menos, plausible) y nos hace pasar un buen rato a los lectores. Surge ahí el César que ya es un peligro para esa facción conservadora del Senado, los autoproclamados boni, con un Catón desatado y feroz enemigo, un Bíbulo inasequible al desaliento y un Metelo Escipión vacilante. La imagen que ofrece la autora de Cicerón, por su parte, es escasamente encomiástica, pero no hay que olvidar que ya se percibe el carácter timorato, fatuo y vano del personaje en sus cartas y en algunos de sus discursos (y más en la década de los años 50 a.C., con la serie de discursos contra Clodio y el ensalzamiento cansino de su papel como salvador de la patria durante la conjura catilinaria). Además, en este período ya contamos con libros completos de Dión Casio, seguimos con el relato de Apiano y las biografías plutarquianas, la biografía de Ático de Cornelio Nepote,… Todo ellos permite reconstruir una Roma vívida en detalles por parte de la autora, con el eco de las grandes campañas de Pompeyo Magno en el Este, su regreso y la forja del triunvirato como modo de acercar las ambiciones de tres hombres (César, Pompeyo y Craso) y de realizar sus respectivos proyectos (un vasto mando provincial, la ratificación de sus actae en el Este y la reforma de las contratas tributarias, respectivamente). 

Para cuando el lector ha llegado al final de la novela, a esa cita del principio de esta reseña, el César que se ha visto ya no es el mismo del principio, como le dice Craso a Pompeyo:
—Ha tenido mala suerte al heredar a Bíbulo como colega en todas las magistraturas senior. Tienes razón, a nosotros nos fue mejor a pesar de todas nuestras diferencias. Por lo menos acabamos nuestro año amigablemente, y ninguno de los dos cambió como hombre. Mientras que este año ha cambiado a César enormemente. Es menos tolerante, más despiadado, más frío, y no me gusta nada ver eso (p. 760).
Pero también ha cambiado la Roma del momento. Una Roma que ya ha abierto de par en par las puertas a los grandes mandos extraordinarios (como Pompeyo hiciera una década antes con la lex Manilia); una Roma que tendrá en al década de los años 50 a.C. numerosas dificultades, con disturbios constantes en las calles por parte de las bandas de Clodio y Milón, con años en los que las elecciones curules se celebrarán tarde o no se celebrarán (caso del año 52 a.C.); con el espectro de la guerra civil una vez Craso desaparezca del mapa y los dos colosos del momento, César y Pompeyo, se vean cara a cara. Pero eso pertenece a la siguiente entrega de la saga, no nos adelantemos…

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