10 de febrero de 2012

Crítica de cine: War Horse (Caballo de batalla), de Steven Spielberg

Es curioso: en 2011 Steven Spielberg ha sido capaz de rodar dos películas visual y técnicamente tan distintas como Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio y War Horse (Caballo de batalla) y, sin embargo, ambas son tan parecidas... en el fondo, en la manera de rodarse (lo clásico, más allá de las "moderneces" tecnológicas) y en un estilo muy personal y muy reconocible. En cuanto a ese estilo, el aventurero se notaba en la primera película, mientras que la deriva hacia el intimismo cuasi-ñoño sobrevuela (y da de lleno en alguna que otra escena) en la segunda. Y, volvemos al sin embargo, todo funciona, pues esa es la marca de la casa spielbergriana.

War Horse (Caballo de batalla) nos lleva al horror de la Gran Guerra en las trincheras, a la épica crepuscular de una carga de caballería y a la amistad imperecedera que supera (increíblemente) todos los obstáculos. La trama de la película es la historia de un caballo, Joey, y su criador, el joven Albert Narracott desde prácticamente el nacimiento del equino. Albert lo domó, lo convirtió en su amigo y se vio forzado a separarse de él cuando estalla la Gran Guerra del 14 y es vendido el caballo a causa de las circunstancias económicas graves de la granja del padre de Albert, Ted Narracott (Peter Mullan). A partir de ahí el tono edulcorado a la par que netamente spielbergriano de la película cede su lugar a la épica, el terror de las trincheras y la aventura. Y hasta ahí cuento de una trama que fuerza los límites de la credibilidad y cae, es cierto, en la previsibilidad... para provocarnos la lágrima involuntaria en escenas climáticas de enorme carga visual y sentimental. 

Pero la película revela lo mejor de Spielberg en un puñado de secuencias de las que quitan el hipo: una carga de caballería desde la espesa maleza; un encuentro entre dos soldados enemigos en tierra de nadie para salvar a un caballo; un reencuentro que, no por esperado es menos emotivo, y un cielo en el ocaso del día (y en el alba de la esperanza) en el final de la película y con aires loqueelvientosellevonescos. Unas secuencias que nos hacen olvidar excesos melodramáticos de una cinta de ritmo desigual y de un sentimentalismo tramposo. Con todo, caemos irremediablemente vencidos en ese sentimentalismo tan propio de Spielberg. Porque nos ha convencido con su reconstrucción de una guerra (para todos lo públicos, eso sí; no esperéis secuencias a lo Salvar al soldado Ryan) y porque la sutileza de unas aspas de molino y la espontaneidad encantadora de una niña francesa, cara y cruz de esa misma guerra, a veces son cartas ganadoras en una partida cinematográfica que puede desbocarse como el propio caballo protagonista. 

Buena película, en definitiva. Buen plantel actoral (qué solicitado parece estar Benedict Sherlock Cumberbatch, qué buen papel el de Niels Arestrup, cómo nos convence en su decadencia Peter Mullan). Añadamos a un magnífico score de John Williams, pletórico en este su 80º cumpleaños. Y aunque lo ñoño casi nos derrota, Spielberg demuestra que, a pesar de sí mismo, quien tuvo, retuvo.

2 comentarios:

Davout dijo...

Si me dan permiso la veré esta semana.

Oscar González dijo...

Hay que tomársela de aquella manera. Hay detalles que rechinan (la oca, por ejemplo) y un exceso de melaza en la parte final...