26 de noviembre de 2011

Reseña de La revolución romana, de Ronald Syme

Annos undeviginti natus exercitum privato consilio et privata impensa comparavi, per quem rem publicam dominatione factionis oppressam in libertatem vindicavi
[a los diecinueve años de edad alcé, por decisión personal y a mis expensas, un ejército que me permitió devolver la libertad a la República, oprimida por el dominio de una facción] (Res Gestae Divi Augusti, 1; traducción de A. Blanco Freijeiro y G. Fatás).

En 1939, Ronald Syme (1903-1989) publicó The Roman Revolution, un libro que significa un antes y un después en la historiografía romanista. Un libro que Antonio Blanco Freijeiro tradujo al castellano en 1989, en una edición de Taurus, rápidamente descatalogada y que se convirtió en obra de culto, buscada, deseada, pocas veces encontrada. Y, en este 2010, el libro resurge de las sombras en una nueva edición de Crítica, ansiada, bienvenida, necesaria. Gracias a la editorial por poner al alcance del lector un clásico. Por fin, la búsqueda ha terminado.


Es esta la primera obra importante de Syme, a la que seguirían sus estudios sobre Tácito (1958), quizá su libro más importante, y Salustio (1964), el conjunto de conferencias incluidas en Colonial Élites. Rome, Spain and the Americas (1958), History in Ovid (1978), The Augustan aristocracy (1986) y sus artículos reunidos en los siete volúmenes de Roman Papers (1979–1991). Como sir Steven Runciman para la época medieval y las Cruzadas en particular, Syme fue un erudito de su época, lector en diversas lenguas, traductor, especialista en la transición de la República romana al Imperio, centrando su interés, especialmente, en las elites. Syme pone especial hincapié, por no decir toda la carne en el asador, en «the evidence»: los textos clásicos, la documentación de época (lo que, para la Guerra Civil Ángel Viñas define como la epre o evidencia primaria relevante de época). La evidencia, la fuente, deja en un segundo lugar la bibliografía secundaria, que Syme deja en un segundo lugar. También deja a un lado la arqueología o la historia del arte. Syme habría aplaudido un libro como Augusto y el poder de las imágenes de Paul Zanker (Alianza, 1992), pero no lo habría escrito; y, sin embargo, sin La revolución romana, Zanker no habría escrito esta otra obra esencial para el período augústeo.

Sir Ronald Syme (1903-1989)

Este libro bebe mucho de la época en la que fue escrito: fue publicado en 1939, cuando los fascismos estaban en pleno auge en Europa. Syme, como Tácito, se deja llevar por lo que sucede en su propia época. El historiador romano escribió una historia del Principado creado por Augusto y a lo largo de las dinastías Julio-Claudia y Flavia: sus Anales y sus Historias nos remiten a unos tiempos complejos para Roma, a la muerte de la vieja libertas republicana, a los excesos de los emperadores, a la agonía del orden senatorial, al crepúsculo de una época. Sine ira et sine studio escribe Tácito, pero él mismo se deja llevar por sus prejuicios, por su visión senatorial de la historia y de la política romana. Como hiciera Tácito respecto a Tiberio o Nerón, convertidos bajo su pluma en prototipos de tiranos, Syme, en el período de entreguerras,

«consigue “actualizar” la figura de Augusto en el contexto en el que fue escrito el libro (finales de los años treinta), que correspondía a momentos de la historia europea que contemplaron la ascensión de las dictaduras (del fascismo, del régimen soviético y de las de Franco, Hitler y Mussolini). Es cierto, y por otro lado lógico e inteligente, que Syme no mencione en ningún momento a ninguno de estos personajes de forma directa. Syme hace historia romana exclusivamente, historia que, en este caso, demuestra ser un paradigma» (prólogo de Javier Arce, p. viii).

Pero, inevitablemente, al echar un vistazo somero al índice el lector se percata de esas alusiones veladas a los fascismos, en este caso el italiano, en epígrafes como «La primera marcha sobre Roma», «Tota Italia», «Dux», «El programa nacional» o «El encauzamiento de la opinión pública», de claras referencias a un vocabulario mussoliniano.

Pero, no se engañe el lector, el libro de Syme es mucho más que todo esto. La revolución romana es varios libros en uno solo. Es la biografía no declarada de Cayo Octavio, luego Cayo Julio César Octaviano, luego Imperator Caesar Divi Filius, finalmente Augustus, princeps y pater patriae. Augusto (63 a.C.–14 d.C.) es el gran protagonista de su libro, pero no tiene interés Syme, que despreciaba el género, en escribir una biografía del personaje. Pues lo que le interesa a Syme, y ésta es otra vertiente del libro, es la revolución que supuso la transición, hasta cierto punto traumática, de la vieja y libera res publica al principatus (otros dirían dominatus) de Augusto. Una revolución que significó, esencialmente, una transferencia de poder (y de propiedad) de una clase dirigente, basada en las principales familias de la nobilitas senatorial a una nueva elite, forjada en las guerras civiles, surgida de Italia, más que de Roma, y que encontró en la clase ecuestre el pilar sobre el que Augusto edificó un nuevo orden social. Pues este libro, en última instancia, es una historia social, centrada en la clase gobernante, que escribe su propia historia y que es, de hecho, la que ha sobrevivido al paso de los siglos y la única que podemos reconstruir en función de las evidencias.

Como Polión, vetusto republicano, aliado de Antonio y a quien Augusto no molestó una vez asumido el poder, Syme inicia su relato en la fecha siniestra de la creación del Monstruo de Tres Cabezas: el triunvirato no oficial formado por Pompeyo, Craso y César. De los tres, César fue quien terminó por triunfar y hacerse con un poder absoluto. La creación de un partido, el cesariano, será la base sobre la que los triunviros, esta vez sí oficiales –el cónsul Antonio, el procónsul Lépido y el privatus Octaviano– edificarán su poder. La derrota de los asesinos de César en Filipos (42 a.C.), Polión pone fin a su historia. La República murió en suelo macedonio, Roma ya no recuperó su libertad, muñeco de trapo que los triunviros se fueron disputando, hasta que sólo quedó uno. El bloque central del libro (caps. VII- XXII) es el relato pormenorizado del auge del joven Octaviano, tras el asesinato de César en los idus de marzo del año 44 a.C., y su escalada hacia el poder supremo, conseguido tras la derrota de su rival Antonio en Actium, así como su indolora transformación en Augusto en la famosa sesión del Senado del 13 de enero del 27 a.C. El resultado final, tras una década y media de guerras civiles, es la asunción absoluta de un poder por parte de un

«dictador frío que no duda en eliminar a todos sus enemigos, reales o eventuales, de modo sutil, pero sistemático. Su principio, la auctoritas: concepto intraducible casi. Sus medios, la propaganda y el enmascaramiento: apariencia republicana, realidad tiránica» (Javier Arce, «Sir Ronald Syme: la historia romana», en Revista de Occidente, nueva època, nº 152, 1994, p. 38).

Escribe Syme, por su parte:
«Los contemporáneos no se dejaron engañar. La cómoda reanimación de las instituciones republicanas, la adopción de un título especioso, el cambio en la definición de la autoridad, nada de eso enmascaraba la fuente y los actos del poder. La dominación nunca es menos eficaz por estar disfrazada. Augusto utilizó todos los artilugios del tono y del matiz con la segura facilidad de un experto. La letra de la ley podría circunscribir las prerrogativas del Primer Ciudadano. No importaba; el Princeps estaba por encima en virtud de un prestigio y de una autoridad tremendos e imposibles de recortar. Auctoritas es la palabra –sus enemigos la hubieran llamado potentia–. Tenían razón» (p. 11)

Intentó el engaño Augusto en sus memorias, cuya última versión es de apenas un año antes a su muerte:

in consulatu sexto et septimo, bella ubi civilia exstinxeram per consensum universorum potitos erum omnium, rem publicam ex mea potestate in senatus populique Romani arbitrium transtuli. Quo pro merito meo senatus consulto Augustus appellatus sum [durante mis consulados sexto y séptimo, tras haber extinto, con los poderes absolutos que el general consenso me confiara, la guerra civil, decidí que el gobierno de la República pasara de mi arbitrio al del senado y el pueblo romano. Por tal meritoria acción, recibí el nombre de Augusto, mediante senadoconsulto] (Res Gestae Divi Augusti, 34).

Falsedad tras falsedad. La res publica restitvta era una sombra, una falacia. Para ello, Augusto echó mano de la pluma de su corte de propagandistas. Hombres como Virgilio (la épica Eneida es la historia mítica de la progenie romana), Horacio (autor del Carmen Saecularis, la celebración del aniversario de la fundación de Roma), Tito Livio (autor de una Historia Ab Urbe Condita, que se iniciaba con la fundación de la ciudad y llegaba a los tiempos de Augusto, perdida en gran parte), poetas como Propercio y Tibulo, etc., escriben la historia oficial del principado de Augusto; véase al respecto el capítulo «El encauzamiento de la opinión pública», pp. 561-581; muy ilustrativo de este patrocinio imperial y de la puesta al servicio del régimen de los grandes poetas y prosistas de la época augústea.

Pero laRoma que Augusto conquistó –y que ocupa la segunda parte del libro– fue la que le acabó derrotando… aunque a la larga. Si Octaviano hubiese muerto en Filipos, cuando estuvo enfermo, Antonio quizá no se habría jugado la carta egipcia una década después. Y si Augusto no hubiera muerto durante la grave enfermedad que padeció en el año 23 a.C., hoy leeríamos otra historia del Imperio romano. La longevidad de Augusto (murió a los 77 años) permitió que su Principado se asentara. La crisis del partido y del gobierno del año 23 a.C. (a la enfermedad del Princeps añadimos una conjura y un velado golpe de Estado) obligó a Augusto a redefinir las reglas del juego. El partido ex cesariano, ahora augústeo, se formó de la alianza de la nueva clase ecuestre, de la elite militar que venció en Nauloco contra Sexto Pompeyo y en Actium contra el egipcio Antonio (según la propaganda octaviana) y de los restos de las agonizantes familias senatoriales que sobrevivieron a las guerras civiles de los últimos veinticinco años. Augusto persiguió el establecimiento de una sucesión dinástica en su propia familia. Su derrota fue aún mayor cuando quien le acabara sucediendo fue un ya maduro Claudio, no un Julio, de férreas convicciones republicanas aunque frustradas. Tiberio sucedió a Augusto, tras la muerte de los sucesores designados del viejo Princeps ([…] quoniam atrox fortuna Gaium et Lucium filios mihi eripuir…, se lamentaba el viejo Augusto); le dio pie a Tácito para la reelaboración de la historia, finiquitó lo que quedaba de las cenizas de la enterrada República.

He leído tantas veces este libro, que cuesta concluir esta reseña que ya se alarga demasiado. Desde que cayera en mis manos por primera vez, en primero de carrera, han pasado muchas relecturas. Todas ellas provechosas, en todas ellas descubriendo nuevos aspectos en un libro que mantiene su vigencia tras más de setenta años. «La sombra de Syme es alargada», podríamos decir como conclusión. Valete, quirites!

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