3 de noviembre de 2011

Reseña de Imperios. Una nueva visión de la Historia Universal, de Jane Burbank y Frederick Cooper

* Una versión catalana de esta reseña aparecerá en el nº 2 de la revista Entremons.

En el otoño de 2006 el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona organizó un ciclo de conferencias, «Los imperios desde una perspectiva histórica mundial», y que ponía sobre el tapete un repertorio de experiencias imperiales a lo largo de la historia, al mismo tiempo que apuntaba una problemática de su auge, su consolidación y su desaparición. Grandes especialistas –entre otros, Pierre Briant sobre los persas, Sevket Pamuk (hermano de Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura) sobre los otomanos, John H. Elliott sobre los españoles, Christopher A. Bayly sobre los británicos, Kenneth Pomeranz sobre los chinos, Orlando Figes sobre los rusos– trataron los problemas que tuvieron los imperios durante los dos últimos milenios y medio. Este ciclo de conferencias ofrecía al público general los resultados de investigaciones y publicaciones anteriores por parte de una serie de historiadores especialistas y permitía «revisar ideas establecidas» al tiempo que sugería «nuevas maneras de ver el significado y el legado histórico de algunos de los más grandes imperios del pasado». En este sentido, pues, la publicación en 2010 del libro Empires in World History. Power and the Politics of Difference de Jane Burbank y Frederick Cooper (Princeton University Press) fue la constatación de que el estudio de los imperios no sólo continúa sino que también ofrece nuevas perspectivas de trabajo. Especialmente para los estudiantes de postgrado universitarios, que parecen ser uno de los públicos objetivo de este libro, del que reseñamos la traducción castellana. 

Es esta voluntad de ir más allá, de revisar viejas teorías y, especialmente, de interpretar sobre la base de la diferencia (dentro y fuera de los imperios), la base del libro de ambos autores. Jane Burbank se ha especializado en estudios rusos y eslavos, mientras que Frederick Cooper ha trabajado los imperios coloniales del siglo XIX y su proceso de desintegración (y descolonización) a mediados del XX. Y no es ésta una referencia baladí: los imperios rusos (en plural) y las diversas experiencias de dominación imperial (o colonial) en África y Asia por parte de las potencias europeas son algunos de los temas esenciales que se desarrollan en este libro. El punto de partida es «centrarse en las distintas formas en las que los imperios se crearon, rivalizaron unos con otros y forjaron sus estrategias, sus ideas políticas y sus afiliaciones humanas a lo largo de un amplio arco de tiempo, desde la antigua Roma y China hasta la actualidad. Prestaremos atención al repertorio de poderes imperiales, a las diversas estrategias por las que optaron los imperios a medida que iban incorporando distintos pueblos a su Estado sin por ello dejar de mantener o establecer las diferencias existentes entre ellos» (p. 14). Y para realizar esta tarea, Burbank y Cooper huyen del relato convencional que tienen en el Estado-nación como la consecuencia más inmediata, sobre todo, del fracaso de los imperios. Unos imperios que duraron mucho tiempo, que crearon esferas de poder y de relación entre una elite y unos pueblos dominados; pero la moderna idea del Estado-nación no necesariamente fue el resultado lógico y la herencia más plausible de las diversas experiencias imperiales: los imperios de los Habsburgo en Europa y de los otomanos en Oriente Medio son una muestra de que la búsqueda del ideal nacional por parte de algunos de los pueblos en estos imperios insertados no siempre fue el objetivo (o el resultado final) deseado. 

Roma y China son dos imperios que crearon tendencia y que han sido referencia a lo largo de la historia: extensos, integraron economías de escala mundial, concibieron instituciones sobre las que el Estado se edificó durante los siglos posteriores. Y, especialmente, fueron duraderos, el tiempo suficiente para implementar una serie de estrategias: en el caso romano, la forja del concepto de ciudadanía y el triunfo, aunque con matices, de la inclusión de pueblos diferentes en un proyecto común de convivencia; respecto a China, la creación de funcionarios leales y preparados que se mantuvieron casi inalterables durante dos milenios, aunque el Estado se hundiera diversas veces y la unidad se rompiera (o que fuera invadida por imperios foráneos, como los mongoles de la posterior dinastía Yuan o los manchúes de la dinastía Qing). Ambos conceptos, inclusión de la población e instituciones permanentes de gobierno, se han reproducido, en diversa escala, en imperios posteriores. Francia y Gran Bretaña (y también los Estados Unidos) debatieron en los siglos XIX y XX acerca de la adición al corpus cívico de los hasta entonces excluidos –poblaciones colonizadas en África y Asia por parte de franceses y británicos, indígenas y esclavos importados por parte de los norteamericanos–, y fue el proceso de descolonización y la guerra civil (o las guerras contra los mal llamados indios), respectivamente, el resultado final de ambas opciones. Por su parte, el modelo chino en cierto sentido prefigura y se mejora con la experiencia imperial de los mongoles (el imperio más extenso jamás creado) e influye en imperios euroasiáticos como el ruso.

Pero Burbank y Cooper también añaden al repertorio imperial las experiencias ultramarinas –desde la óptica de un Estado impulsor, como fue el caso de España en los siglos XVI-XVIII, o de empresas privadas como la Compañía Holandesa de las Indias Orientales en el siglo XVII–, los imperios europeos del Ochocientos que reúnen diversas nacionalidades –los Habsburgo, por ejemplo– y el caso del imperio otomano, que se basó en la experiencia previa de árabes, persas, mongoles y bizantinos para generar el imperio islámico más duradero, y que alternó la flexibilidad y el reconocimiento de la diferencia como elementos, a pesar de los múltiples cambios en la economía y la política mundiales, que le permitieron sobrevivir durante seis siglos. El reparto imperial de África da paso a un escenario de imperios coloniales, también desarrollados en Asia (la India es algo más que la joya de la corona británica en el siglo XIX y Japón aportó su propia vivencia imperial), de relativamente escasa duración (no más de sesenta años), dejando el continente africano en una nueva situación: naciones artificiales diseñadas por arquitectos imperiales que tenían más en cuenta la esfera continente (el imperio) que la posibilidad de que el contenido (los pueblos dominados) pudiera llegar algún día a incluirse en el cuerpo cívico de la metrópoli. Y es aquí donde Burbank y Cooper interpretan el propio concepto de imperio: si en las épocas antigua y medieval se luchó por un imperio universa, en ocasiones empujados por una óptica religiosa (el Islam, el imperio católico de Carlomagno, Bizancio), ¿hasta qué punto los imperios coloniales forman parte de una estrategia de dominio global? Estados Unidos,d e algún modo, es también un imperio, aunque su creación no parte de la posesión de colonias ultramarinas, sino del debate en torno al papel jugado por los sectores excluidos inicialmente –indios y esclavos negros– en la creación del Estado-nación o, si así lo preferimos, de la ciudadanía. 

La segunda mitad del siglo XX modeló la desaparición de los (relativamente) viejos imperios coloniales y la reconversión de los (viejos) imperios de larga duración y extensión (China, Rusia) en nuevos modelos imperiales. El repertorio de los imperios quizá no se haya agotado y posiblemente el futuro esté reservado a nuevas formas de dominio imperial o, en todo caso, a la construcción de Estados mejores que recojan la herencia de un pasado (imperial) que, inevitablemente, no podrá durar demasiado. El presente no dura eternamente, aunque los pueblos consideren que los imperios son prácticamente inmutables.

2 comentarios:

mazlest dijo...

Muy bien narrado y muy ilustrador. Me ha resuelto muchas dudas. Gracias!

Oscar González dijo...

Me alegro. ¡Saludos! ;-)